Tribuna

Reforma de la sanidad española

Estamos viviendo un momento apasionante de la sociedad española. Un proceso vivo, a veces agitado, que marca la marcha apresurada hacia una sociedad distinta. Los profesionales de la Administración sanitaria nos sentimos contentos de que por fin se produzca un cambio sustancial de la adormecida, y a lo largo de muchos años olvidada, sanidad del país. Porque los cambios existen, aunque algunos entiendan que nada ha cambiado, ya que están cambiando nada menos que la actitud y la filosofía de la política sanitaria -Hoy día ubicada en un nuevo ministerio y sustancialmente distinta, y a partir de t...

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Estamos viviendo un momento apasionante de la sociedad española. Un proceso vivo, a veces agitado, que marca la marcha apresurada hacia una sociedad distinta. Los profesionales de la Administración sanitaria nos sentimos contentos de que por fin se produzca un cambio sustancial de la adormecida, y a lo largo de muchos años olvidada, sanidad del país. Porque los cambios existen, aunque algunos entiendan que nada ha cambiado, ya que están cambiando nada menos que la actitud y la filosofía de la política sanitaria -Hoy día ubicada en un nuevo ministerio y sustancialmente distinta, y a partir de tales principios tiene que cambiar todo lo demás. Precisamente por ello hay quien, al advertirlo, reacciona de manera violenta. Quizá ésta sea la primera diferencia fundamental respecto a la época inmediatamente anterior.El Estado ha vivido muchos años de espaldas a la sanidad española. O, por lo menos, se ha desentendido del tema. Nuestro Estado no ha reconocido todavía como una responsabilidad suya, y de manera integral, el derecho de los españoles a la salud.

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Ya sé que suena fuerte, pero,como es cierto, no se debe ocultar. No existe una sola disposición legal que obligue al Estado a participar en la asistencia sanitaria a sus ciudadanos. El Estado ha venido manteniendo una concepción decimonónica de la salud y de la sanidad. Se ha limitado a intervenir en los supuestos de epidemias o en aquellas situaciones que, por repercutir sobre la colectividad, entrañaban un problema público. A tal efecto mantenía una dirección general -llamada de Sanidad- perdida en el Ministerio de la Gobernación y donde no encontraba su sitio. No creo que ministro alguno de la Gobernación se sintiera jamás ministro de la Sanidad. Y, desde luego, es objetivamente cierto que muy pocas veces la sanidad español a llegara a ocupar, como problema específico, la atención del Consejo de Ministros.

Y ese mismo Estado que abdicaba de sus deberes se sentía orgulloso de propiciar un gigantesco aparato paraestatal, mantenido con las cuotas de la Seguridad Social, con las aportaciones de trabajadores y empresarios. Fue así, precisamente, como, bajo la mirada complaciente y agradecida del Estado, nació el Instituto Nacional de Previsión.

Satisfecho por el espectáculo de ver crecer ladrillos y ladrillos que no gravaban sus presupuestos, el Estado se olvidó de lo más elemental: su control económico y sanitario. Es verdad que el Estado seguía manteniendo sus competencias en materia de control, dirección, planificación e inspección. Tan cierto como, en aras de la comodidad, hizo dejación de sus funciones.Que ahora el Estado reasuma aquellas olvidadas responsabilidades no es nada fácil, y mucho menos cuando ello significa llamar a la puerta de los presupuestos. Pero es también evidente que a cargo de las cuotas de la Seguridad Social no se puede seguir dando prestaciones sanitarias suficientes ni haciendo hóspitales.

Por eso el Estado debe ejercer el rol directivo en la concepción de una sanidad integral. El Estado, en este momento, no sólo tiene que controlar las cuotas de la Seguridad Social, sino que debe asumir la responsabilidad de satisfacer el derecho de los españoles a la salud, apoyándolo económicamente desde sus presupuestos y ejerciendo, al propio tiempo, el control e inspección de la actividad sanitaria.

Porque si hay algo que está perfectamente claro es que a un órgano gestor se le puede, por definición, entregar la gestión, pero nunca las funciones específicas del Estado en materia sanitaria, como son, por ejemplo, la planificación sanitaria -que no la ejercía-, la normativa legal y la inspección de los servicios.

Papel de la Administración

Por tanto, y al margen de las funciones genuinas del Estado, ¿qué papel corresponde desarrollar a la Administración sanitaria y al Instituto Nacional de Previsión?

Se trata de dos órganos que han vivido juntos -¡y, sin embargo, tan separados!- desde su origen. La Administración sanitaria se ha encontrado ante el reto de un nuevo Ministerio y se ha reconocido corta, sin estructura y sin recursos. Pero, a la vez, ha respondido esperanzada a los nuevos planteamientos. Porque si aquella Administración, sin ningún apoyo, fue capaz de resolverle al país el problema del paludismo, la viruela, la rabia, la poliomelitis y de reducir en cincuenta años a menos del tercio las enfermedades infecciosas, no cabe sino pensar que con el apoyo que aporte el nuevo Mi Í nisterio ha de ser capaz de ofrecerle al país, y a muy corto plazo, una opción sanitaria satisfactoria.

La Administración sanitaria se enfrenta, pues, en estos momentos con un reto claro y revitalizador:

Primero. Coger las riendas de la ordenación y de la inspección sanitaria desde y para el Estado.

Segundo. Integrar todo el sector de la salud pública.

Tercero. Aprovechar todos los recursos profesionales y de equipamiento del país, que son muchos.

Cuarto. Planificar y dirigir las acciones sanitarias integradas de todo el sector sanitario, incluido, desde luego, el Instituto Nacional de Previsión.

Quinto. Descentralizar, ya que la Administración sanitaria es muy mal empresario y, a fin de cuentas, gobierna la salud de terceros que deben participar.

Sexto. Enseñar a responsabilizarse a los profesionales y a la población de su propia salud. Enseñar a los organismos y personas a cuidar de su salud propia. Reconocerles, en suma, mayoría de edad.

Todo ello exige constancia, estabilidad y, fundamentalmente, neutralidad política de los administradores públicos, que no significa apoliticidad.

El Instituto Nacional de Previsión

El INP ha caído en el gigantismo. No supo corregir a tiempo unos errores que no eran suyos, sino del Gobierno. Dada la política social que conformaba la antigua situación y que no dejó de producir algunos logros-, resultaba casi imposible no caer en las siguientes desviaciones: hacer un montaje-aparato sanitario, cuyo cometido ni es función ni competencia de ningún sistema asegurador que no sea estatal; pero el INO no fue una estatalización porque no ha sido un Servicio Nacional de Salud. Es una caja aseguradora, para cobertura de un riesgo sanitario de enfermedad -no cubre el derecho a la salud-, que se metióde aprendiz de brusjo sin más razón que el tener dinero. Creó un aparato sanitario, pero de espaldas a la Administración sanitaria del Estado, cuando no en su contra. Y al hacer una pócima sanitaria sin conocer las fórmulas ni ingredientes, surgió de la noche a la mañana un modelo sanitario en el que, sin quererlo, se socializó, no- la medicina (ya hemos dicho que no era una estatalización), sino el acto médico-enfermo, que es lo único que no se debe socializar. Mientras hay dinero, todo va bien: los errores se cubren con dinero. Pero la falta de intervención económica y sanitaria del Estado desvía fines y objetivos.

El INP es y debe ser sólo una caja aseguradora que cubra los riesgos de salud de sus afiliados, pero no debe dar ni crear un aparato de asistencia. Por ello, lo lógico es que se rompa en dos: un organismo economico puro para cubrir niesgo y administrar prestaciones, y otro organismo que recoja todo el equipamiento sanitario oficial, programado, dirigido e inspeccionado por la Administración sanitaria.

Los cambios son más válidos cuanto más simples, y pueden ser en triángulo: la Administración sanitaria programa y ordena; la Seguridad Social es caja única, cubre el riesgo y da prestaciones, y un servicio de, salud gestiona y da los servicios sanitarios.

El Estado, la Administración sanitaria y los entes gestores de la sanidad terminan por plantear siempre su razón de ser como un problema de construcciones e instalaciones.Centros y servicios

La sanidad española está llena de centros y servicios; cada uno, de un pelo distinto. Unos, imprescindibles e infradotados; otros, sofisticados y poco útiles. Los más adecuados coexisten con los que están duplicados, enfrentados e incardinados. Superdotados unos, paupérrimos otros. Los equipanúentos son, en general, enormes, y muy por encima de lo que el país necesita. Es doloroso pensar que España dispone de un número de Scanner (setenta millones os contemplan) superior al de la propia Inglaterra, que lo ha inventado. Lo que no significa que nuestra medicina sea mejor, ni tampoco nuestra salud.

Todo ello ha ocurrido porque la, Administración sanitaria no ha ejercido la inspección ni la planificación; y el INP se limitó a atender las necesidades indicadas por los propios médicos de las instituciones sin introducir una planificación coherente. ¡Como había dinero...!

El afiliado a la Seguridad Social, por otra parte, desvía a veces el objetivo. Y el derecho a recuperar la salud que le da el INP lo transforma en un derecho al consumo de prestaciones.

Hay dos tipos de servicios. Aquellos que cubren la salud y los que cubren la enfermedad, y entre éstos, los de bajo y elevado costo. Y hablando de dinero, en materia sanitaria, el costo económico no es paralelo a eficacia en términos de salud. Por ejemplo, con lo que cuesta prolongar la vida a un enfermo (cuatro horas) que va a morir en un hospital se podía haber prolongado su vida cuatro años con las debidas medidas de prevención.

Todo el mundo sanitario acepta que el índice de salud de un país no lo da ni el número del personal sanitario, ni el de camas hospitalarias, ni el de equipamientos sanitanos sino, el status socioeconómico. Ambos parámetros -índice sanitano y equipamiento- son dependientes del status económico pero no entre sí. La mortalidad infantil no se reduce por unos servicios de pediatría ni por incubadoras. La mortalidad infantil está en relación directa con la disponibilidad del agua potable, con el consumo medio de proteinas y con el nivel cultural de las madres.

Pues bien, la sanidad española no-se ha ocupado de invertir en servicios de salud, sino de gastar en asistencia, y ha creado una excepcional red de asistencia en la enfermedad y de hospitales. Cada pueblo, distrito y barrio quiere su. hospital o su consultorio.

Creo que ha llegado el momento de que la Administración sanitaria, la Seguridad Social y la sociedad se sienten a servir, ofrecer y solicitar equilibradamente las necesidades sanitarias reales y rentables.

Menos técnica sofisticada (no todo el país dispone aún de agua potable, ni de saneamientos, ni consume las suficientes proteinas) y más servicios y centros sanitarios adecuados y justos, distribuidos racionalmente e integrados. Menos especialistas súper y más médicos de familia y comunitarios; más asistencia primaria integrada. Medicación, la necesaria, adecuada y justa.

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