Editorial:

El Rey, en Iberoamérica

EL VIAJE del Rey por tierras americanas ha mostrado, una vez más, las grandes posibilidades que existen para ampliar y dar un nuevo contenido a las vinculaciones de España con el conjunto de naciones que conquistaron su independencia a lo largo del siglo XIX pero que conservan nexos profundos con la antigua metrópoli. Y también ha puesto de manifiesto las dotes de don Juan Carlos para actuar como símbolo de la democracia española y promover la nueva forma de las relaciones con las repúblicas a las que legamos no sólo nuestro idioma sino también la capacidad de convertir el mestizaje étnico y c...

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EL VIAJE del Rey por tierras americanas ha mostrado, una vez más, las grandes posibilidades que existen para ampliar y dar un nuevo contenido a las vinculaciones de España con el conjunto de naciones que conquistaron su independencia a lo largo del siglo XIX pero que conservan nexos profundos con la antigua metrópoli. Y también ha puesto de manifiesto las dotes de don Juan Carlos para actuar como símbolo de la democracia española y promover la nueva forma de las relaciones con las repúblicas a las que legamos no sólo nuestro idioma sino también la capacidad de convertir el mestizaje étnico y cultural en un valor positivo.El acuerdo establecido en Panamá, de conmemorar el 12 de octubre como fiesta de la Comunidad Iberoamericana de Naciones, subraya esa aceptación de que la presencia española en América, pese a los errores inevitables de los primeros conquistadores, terminó por fundirse con las poblaciones precolombinas o por yuxtaponerse a ellas. La vieja denominación, la Fiesta de la Raza, era tan inexacta como equívoca,

La invocación a una supuesta etnia homogénea ofendía la memoria histórica de naciones como México, Perú o Guatemala, orgullosas de sus viejas culturas anteriores al descubrimiento, era desmentida por las características mestizas de sus poblaciones, y evocaba desagradables connotaciones que una comunidad histórica como la española, formada en la encrucijada de varias culturas y pueblos, es la primera interesada en rechazar.

Por lo demás, la cordial humanidad de don Juan Carlos ha sido la mejor demostración de que, en esa comunidad iberoamericana de naciones, España no aspira a la hegemonía ni al liderazgo. También aquí la desaparición de la bambolla retórica es algo más que un ejercicio de correción de estilo: la imagen protectora, y por tanto dominante, de la Madre Patria deja su lugar a la figura realista de una relación igualitaria.

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Con ocasión del comienzo del viaje del Rey tuvimos ocasión de señalar las excelentes perspectivas que existen para una provechosa cooperación económica entre España y buena parte de las repúblicas iberoamericanas. Indudablemente, esos nexos de intercambio comercial y cooperación tecnológica pueden convertirse en la sustentación material de unas relaciones comunitarias a las que un idioma común, unas tradiciones culturales compartidas y una escala de valores similar confieren un contenido espiritual de imposible cuantificación, pero también de eficacia innegable. La imagen de la nueva España democrática ha sido, igualmente, encarnada a la perfección por el Rey, si bien algunos órganos de opinión, más preocupados por su dependencia hacia el Gobierno que por sus lealtades hacia el Estado, hayan tratado, con grave imprudencia, de hacer una operación de alquimia mediante la cual don Juan Carlos, de heraldo de las instituciones democráticas, era trasmutado en padrino, garante y sostenedor del Gobierno que hoy preside el señor Suárez. Mal servicio prestan a la Monarquía estos entusiastas del poder con esas tergiversaciones de coyuntura: pues es un hecho obvio que la Corona apoya, por definición de toda jefatura de Estado, a cualquier Gobierno que, en el marco de la legalidad democrática, cuente con el apoyo de la soberanía popular y la represente.

La perspectiva de una Comunidad Iberoamericana de Naciones, para la que puede ser un eficaz instrumento el recién creado Centro de Cooperación Iberoamericana, no puede limitarse, sin embargo, como proyecto global y, de largo aliento, al reforzamiento de los intercambios, comerciales y la cooperación económica y a la defensa del idioma común y al estrechamiento de los vínculos culturales entre nuestros países. No es posible olvidar que gran número de las repúblicas americanas de habla española se debaten en una grave crisis política. Por desgracia, la democracia es una planta de difícil aclimatación en países de bajos niveles de renta, altas tasas de analfabetismo, elevada mortandad infantil, cortas expectativas de vida, escandalosa desigualdad social, desempleo generalizado, desfavorable relación de intercambio comercial, dependencia económica exterior y continuada injerencia política de la gran potencia del norte. En demasiados países iberoamericanos se violan los derechos civiles; y también son ciudadanos de esas repúblicas, de pleno derecho, los cientos de miles de exiliados que buscan fuera de sus fronteras el derecho a seguir viviendo. A España le aguarda, pues, una dificil tarea: hacer compatible el proyecto a largo plazo de una comunidad iberoamericana de naciones, que implica pensar en los pueblos antes que en los gobiernos, con la defensa de los ideales y los valores de la libertad y la democracia, que lleva consigo mantener las necesarias distancias con los gobiernos que violan los más elementales derechos civiles y someten a un trato ignominioso a la condición humana.

Esa misma posición de equilibrio debe presidir la gestión de nuestras relaciones exteriores en todo lo que se refiere a los contenciosos que separan a diferentes naciones iberoamericanas. Mientras la recuperación del canal de Panamá, la devolución por Gran Bretaña de las islas Malvinas a Argentina o la independencia de Puerto Rico encuentran el respaldo de toda la comunidad iberoamericana de naciones, otros litigios las separan y desunen. Sin necesidad de remontarse a la terrible y cruenta guerra del Chaco, hoy mismo Perú, Chile y Bolivia se hallan potencialmente enfrentadas por cuestiones territoriales. El laudo dado, en 1903, por don Alfonso XIII, abuelo del Rey de España, para dirimir el conflicto entre Honduras y Nicaragua, es un ejemplar modelo de la labor mediadora que España, representada por la Corona, pudiera llevar a cabo en Iberoamérica. En esa perspectiva, pensamos que nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores ha cometido un desliz al aconsejar una toma de postura tan definida en la cuestión de Belice que, aunque aparentemente clara en lo que se refiere a la presencia británica en Centroamérica, no es homologable a la cuestión de Gibraltar. Las pretensiones de Guatemala no sólo encuentran la resistencia de los 150.000 habitantes que viven en los 23.000 kilómetros cuadrados de la antigua Honduras Británica, que aspira a su autodeterminación como Estado independiente, sino que, además, tropiezan con la reserva de México, que no renuncia a sus posibles derechos, y con la actitud de Panamá, Cuba y los Estados anglófonos del Caribe, que apoyan la independencia de Belice. Sin olvidar, por otro lado, que una Federación Centroamericana despojaría a ese litigio de todo significado.

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