Versalles, nuevo festival de Francia

Desde hace dieciséis años se venía celebrando cada primavera el denominado Mayo de Versalles, una serie de manifestaciones musicales y representaciones que no llegaban a articularse en un auténtico Festival. A partir de ahora, Francia cuenta con un nuevo y ambicioso Festival que, según sus organizadores, deberá poner el nombre de Versalles a la altura de los de Avignon, Aix-en-Provence o Burdeos.

El conjunto de escenarios y lugares históricos que ofrece la villa, con el célebre palacio, tres teatros, jardines, canal y templos como la catedral de Saint-Louis o las iglesias de Notre Dame ...

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Desde hace dieciséis años se venía celebrando cada primavera el denominado Mayo de Versalles, una serie de manifestaciones musicales y representaciones que no llegaban a articularse en un auténtico Festival. A partir de ahora, Francia cuenta con un nuevo y ambicioso Festival que, según sus organizadores, deberá poner el nombre de Versalles a la altura de los de Avignon, Aix-en-Provence o Burdeos.

El conjunto de escenarios y lugares históricos que ofrece la villa, con el célebre palacio, tres teatros, jardines, canal y templos como la catedral de Saint-Louis o las iglesias de Notre Dame y Saint-Symphorien, resulta idóneo para las audiciones y representaciones. Versalles, en sí misma, proporciona uno de los elementos básicos y, justificativos de un Festival, según escribiera Denís de Rougemont, presidente de la Asociación Europea de Festivales. Esto es: ambientes distintos y significativos capaces de otorgar a la música una especial dimensión estética, algo añadido pero coherente, evocador y, en algo, turístico pero, al mismo tiempo, cultural. El elitismo que podría derivarse de la actitud quedará compensado por la extensión del festival a las calles y plazas versallescas y con la incorporación de muy diversas expresiones, desde la exposición floral a los concerts-promenade sin olvidar la intervención de artistas de la llamada otra música, tal puedan ser les freres Jacques o las fanfares. Se trata, en realidad, de convertir la ciudad en Festival, de animarla en profundidad y en todas las direcciones posibles, de convocar al público de la gran gala a conciertos de entradas costosas o de citar a todos, de modo gratuito, para seguir la ruta de los órganos de Versalles. Puede montarse La veuve rusée en el «carré à l'Avoine Satory» o presentar al cuarteto de saxofones de Jacques Desloges junto a la fuente Desnouettes. Todo lo cual mantiene en orden de agitación cultural a la villa, sus visitantes y habitantes.Por otra parte, la caracterización del Festival viene señalada también desde la calidad y hasta la inhabitualidad de algunos acontecimientos. Cuatro principales se suceden en el Festival 1977: el concierto de Rostropovith con los Solistas de París, la Schubertiade patrocinada por el Consejo Internacional de la Música, la primera representación, desde el XVIII, de La princesa de Navarra, ópera de Voltaire y Rameau, en el teatro del Real Palacio y la de la Fedra de Racine, en el patio de marmol del Trianon.

La calificación de Schubertiades no es de ahora. Como todos saben fue invención del mismo compositor; las definió, muy precisamente, un íntimo de Schubert con estas palabras: «Gracias a él nos sentimos todos hermanos y amigos. En la comunidad nace su arte y su arte aspira a la comunidad.» Conocidos grabados reproducen el ambiente de las schubertiades. El lector los habrá encontrado muchas veces en las biografías del autor de la Sinfonía Incompleta.

El centro de la schubertiade es el lied y las formas breves instrumentales (pianísticas sobre todo) en las que Schubert fue maestro hasta hacer de ellas como el alma del romanticismo germano. Las lecturas cotidianas de los grandes o menores poetas transmigran a lo musical en una ejemplar fusión de algo a la vez culto y popular.

La schubertiade de Versalles reunió a un par de centenares de personas en el precioso teatro de corte del palacio en torno a los cantantes Elly Ameling y Torri

Krause, a los pianistas Dalton

Baldwin, Irwin Gage y Cyprien Katsaris y al clarinetista Michel Portal. Escuchamos lieder schubertianos sobre palabras de Shakespeare, Goethe, Craigher y Reil; parte del ciclo Shwanengesang («El canto del cisne»), sobre versos de Heine y Seidl, tres lieder sobre Schiller, ocho Ländler de la op. 366 (para piano), otras tantas variacio nes en la bemol (para piano a cuatro manos) y el hermoso Der Hirt aufdem Felsen («El pastor en el risco»), para voz, piano y clarinete obbligato.

Tratándose de la Ameling y de Krause resulta ocioso ponderar no sólo la perfección y la belleza de medios sino el profundo conocimiento del estilo liederístico y sus posibilidades de identificación con la manera schubertiana. Lo que cabe hacer extensivo a pianistas como los americanos Baldwin y Gage y el marsellés Katsaris. Toda la dialéctica interna, la estructura del lied y la forma breve instrumental emparentada con él, alcanza en Schubert la suprema cima de la naturalidad, la consecución perfecta del instinto. Schubert lee en el fondo de los poemas con amor de penetración. Recrea musicalmente, dramáticamente, todo un mundo que le sirven los poetas en el que habita la voz de los pueblos a través de un repertorio de tópicos sentimentales especialmente queridos por unas cuantas generaciones. Desde lo pastoril a lo mitológico, desde la evocación obediente a las más caseras sugerencias hasta lo dramático, desde ciertas alusiones exotistas hasta ingenuas descripciones e imitaciones, desde el agua al bosque, el cazador a la pescadora, esta poética musical será capaz a través del lied schubertiano de alentar el contenido de las grandes formas sinfónicas. (Aconsejo la relectura del mejor y menos atendido libro de Sopeña, El lied romántico.)

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