Crítica:MÚSICA

Presentación de la orquesta rumana George Enescu.

Siempre será interesante conocer, de modo directo, las orquestas extranjeras de prestigio, sin necesidad de que se trate de la Filarmónica de Berlín o Viena, de la de Chicago, Boston, Filadelfia o Cleveland. Hace unas semanas comentaba en estas páginas la presentación de la Sinfónica de Bratislava en Ginebra; hoy he de referirme a la de la nacional George Enescu de Bucarest, cuyo programa en el Teatro Real fue recibido por un público mucho más entusiasta que numeroso.Se trata de un muy buen conjunto en el que, como era de esperar, sobresale la calidad de las cuerdas, flexible, br...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Siempre será interesante conocer, de modo directo, las orquestas extranjeras de prestigio, sin necesidad de que se trate de la Filarmónica de Berlín o Viena, de la de Chicago, Boston, Filadelfia o Cleveland. Hace unas semanas comentaba en estas páginas la presentación de la Sinfónica de Bratislava en Ginebra; hoy he de referirme a la de la nacional George Enescu de Bucarest, cuyo programa en el Teatro Real fue recibido por un público mucho más entusiasta que numeroso.Se trata de un muy buen conjunto en el que, como era de esperar, sobresale la calidad de las cuerdas, flexible, brillante, transparente, muy a la latina. Lo que no quiere decir que las otras secciones queden faltas de relación con los grupos de arcos. Es buena la madera -con algunos elementos especialmente destacables, como el fagot-, entonado y prudente el grupo de metales, con cita de honor para las trompas y para la delicadeza del tuba que, esta vez, no fue el «calamar de la orquesta» como dijo Gómez de la Serna.

La centuria rumana está conducida por Mircea Cristescu, un maestro seguro, conformado dentro de un esquema clásico y capaz de poner claridad y buen orden en todas las versiones. Particularmente brillante -por el atractivo de la autenticidad popularista- sonó la Primera rapsodia, de Enescu, sin duda la página más divulgada del violinista y compositor rumano aun cuando no, por supuesto, la de mayor importancia. Desde el punto ae vista de la programación habría sido deseable que la orquesta visitante nos hubiera dado otra página de mayor calado de un músico mucho más significativo de lo que el gran público suele pensar. No faltaron bellezas en la traducción de Mahler, dentro de una línea podríamos decir suavizadora de la gran carga expresiva de la obra. Tan es así que Cristescu y su orquesta parecían sentirse mucho más cómodos a la hora de cantar los temas liederísticos que a la de abordar las mayores complejidades conceptuales y sonoras.

El violinista Ion Voicu eligió la obra con desacierto. La belleza de su sonido, la calidad de su fraseo, la vibración emocional de su dicción están muy por encima de una extremosidad virtuosista imprescindible para hacer soportables los vacuos pentagramas de Paganini en su primer concierto. Por lo mismo, el movimiento lento, o la celebérrima frase lírica del primero, encontraron en Voicu al intérprete de gran clase, antes que las cataratas, agotadoras de todos los recursos técnicos del instrumento. Sin que estas palabras pretendan negar un nivel muy elevado a las posibilidades de Voicu, estupendamente demostrado en su primer bis. También hubo de conceder propina la orquesta en vista de la calurosa acogida dispensada a sus versiones y cerró el concierto con la contundente obertura de Los maestros cantores.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En