Jornada electoral en la República Federal Alemana

Los indecisos deciden el futuro de la República Federal

Cuatro millones de ciudadanos indecisos decidirán hoy si la socialdemocracia alemana sigue, o no, manejando las riendas del poder. Cuatro millones de hombres y mujeres (el 10 por 100 del electorado) para quienes la larga y paralela campaña electoral no ha servido para aclarar casi nada. Y que a la hora de la verdad no saben todavía a qué partido votar. La democracia alemana pende de este hilo sutil e imprevisible.

Se trata, sin duda, de las pocas cosas dejadas al albur por la formidable máquina administrativa que rige estos comicios. Porque el 90 por 100 restante sabe muy bien a quién e...

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Cuatro millones de ciudadanos indecisos decidirán hoy si la socialdemocracia alemana sigue, o no, manejando las riendas del poder. Cuatro millones de hombres y mujeres (el 10 por 100 del electorado) para quienes la larga y paralela campaña electoral no ha servido para aclarar casi nada. Y que a la hora de la verdad no saben todavía a qué partido votar. La democracia alemana pende de este hilo sutil e imprevisible.

Se trata, sin duda, de las pocas cosas dejadas al albur por la formidable máquina administrativa que rige estos comicios. Porque el 90 por 100 restante sabe muy bien a quién entregará su voto. Las previsiones de última hora indican que socialdemócratas y liberales batirán a los cristianodemócratas apenas por un 1 por 100 de diferencia.

Pero toda elección de «democracia inorgánica» es un juego de azar. Y en este caso mucho más.

«Que nada cambie para que todo siga igual», podría ser la divisa de las elecciones, parafraseando al príncipe de Lampedusa en versión de Perogrullo. Y para que todo siga igual no es preciso que los socialdemócratas sigan en el poder. Sus adversarios harían, en todos los terrenos, exactamente lo mismo.

Pero el problema, según los expertos, se sitúa, precisamente, en el horizonte de 1980. Si la socialdemocracia «pasa» hoy —aseguran— la cristianodemocracia no tendrá la más mínima posibilidad de ganar en aquel año las nuevas elecciones. Razón: que los socialdemócratas, cada día más «demócratas» y menos «sociales», habrían resuelto casi todos los problemas que hoy les comprometen y molestan. Es decir, que habrían logrado consolidar sus conquistas y deshacer los malentendidos.

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Por eso, la democracia cristiana dispara sus últimos cartuchos con una violencia verbal que sin duda los comicios de hoy y la propia campaña electoral no se merecían. Strauss sabe que es la última chance de la derecha la que se ventila hoy en las urnas. Y. como dijo ayer Willy Brandt en el Palacio de los Deportes de Berlín, la última posibilidad de la «guerra fría».

Porque, si de algo están seguros hoy los alemanes, es de que la democracia cristiana es la representante pura y simple de la derecha. Exactamente lo contrario de lo que sucede con esa democracia cristiana sorprendente que tenemos en España y que pretende ocupar el centro izquierda. No en vano, el señor Strauss mantiene relaciones muy cordiales con el señor Silva y el señor Solís, de quienes se puede decir todo menos que sean demócratas, aunque probablemente se declaren cristianos.

Para la socialdemocracia ésta puede ser también la última oportunidad de presentarse como un partido democrático y progresista. Hasta el momento ha servido con una devoción sorprendente a la instalación de un neocapitalismo avasallador, en el que la libre empresa y el anticomunismo visceral eran medulares. Pero semejantes experimentos, por mucho deslizamiento hacia la derecha que pueda percibirse en Europa, tienen poco futuro. En la izquierda socialdemócrata se alzan voces relativamente irrespetuosas, que piden menos palabras y más socialismo. Si lo que Schmidt pretende es mantener su férrea actitud atlantista, antimarxista y anticomunista, logrará avanzar en solitario. Pero apenas conseguirá que los sectores jóvenes del partido lo secunden.

En cuanto a los liberales, especialistas en pactos de Gobierno, nada les impedirá en el futuro un compromiso con los vencedores. Se trata, simplemente, de jubilar a Genscher si la democracia cristiana triunfa, o de potenciarlo si los socialdemócratás se llevan la palma. Nada tienen que perder. Casi nada que ganar. Su doctrina es ya pura praxis coyuntural.

España

No conviene ponerse trascendente cuando se habla de la importancia que para la non-nata democracia española tendría un triunfo derechista en la República Federal. De producirse, nuestros socialistas ejercerían de plañideras, como sucedió con la caída Palme en Suecia. Bastantes velas deben haberse alumbrado a estas horas para que herr Strauss se lleve el santo y la limosna. O para que triunfe el reflexivo Schmidt.

El «oro de Bonn» será imprescindible unos y otros (neofranquistas y socialistas) para la ceremonia electoral que se anuncia.

Pero estos asuntos —la proyección alemana en el mundo—apenas si han merecido unas líneas, unas frases, en la larga campaña, concebida como ejercicio doméstico. Los alemanes saben, porque son ricos, que todo puede comprarse o negociarse, hasta la simpatía exterior. En plena euforia opulenta creen que Europa se parece bastante a aquella casa con jardín que Adenauer les prometió en los años cincuenta a cada uno que hoy, finalmente, empiezan disfrutar.

«Con este personal no hay quien haga una revolución, ni siquiera una reforma», me dice ante el muro de Berlín un turista español, sorprendido y fascinado. En el impoluto muro —blanco y rojo, con miradores y souvenirs—, los nacionalistas de NPD (neofascistas) han escrito: «Abajo Honnecker, abajo Schmidt». Ayer sábado, tardamos dos horas en pasar la frontera entre las dos Alemanias. Strauss y el modesto Kohl creen que el muro caerá de un empujón. Deben ser delirios todavía electorales...

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