Crítica:

EI teatro de las alusiones metafóricas

El teatro libera la fauna completa de nuestros poderes. Esta liberación no cumple otra tarea, en resumidas cuentas, que perforar el cerco de limitaciones con que la vida real nos oprime a diario. Los actos teatrales más seductores son aquellos que con mayor insuficiencia realizamos o cumplimos en nuestra vida. Así, el gesto liberador que provoca cualquier acción contemplada obtiene su autoridad para rechazar los rangos y cortapisas de orden moral y político de su propio, íntimo carácter: ser un ademán que consuela y purifica al hombre mediatizado, facilitándole una versión, de má...

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El teatro libera la fauna completa de nuestros poderes. Esta liberación no cumple otra tarea, en resumidas cuentas, que perforar el cerco de limitaciones con que la vida real nos oprime a diario. Los actos teatrales más seductores son aquellos que con mayor insuficiencia realizamos o cumplimos en nuestra vida. Así, el gesto liberador que provoca cualquier acción contemplada obtiene su autoridad para rechazar los rangos y cortapisas de orden moral y político de su propio, íntimo carácter: ser un ademán que consuela y purifica al hombre mediatizado, facilitándole una versión, de máximo desarrollo, de cuanto existe en la jerarquía de sus posibilidades, sean éstas valoradas como nobles o como innobles.No es otra la causa primaria de ese crecimiento de la vida teatral que acompaña a los más brillantes períodos de la historia. A mayor y mejor organización social corresponde un mayor y mejor catálogo de presiones, imperativos y automatismos. No importa que esto sea bueno ni malo. Pero sí que la disminución del albedrío personal y su paralelo terrorismo social generan, por vía compensadora un ansia de libertad que, en cierta manera, se goza y satisface muy bien con la contemplación en comunidad de una acción dramática. Esa fruicción, no es sólo por y con el espectáculo, sino, muy esencialmente, por y con nosotros mismos. La verdad es que oímos un texto exterior pero escuchamos la copla íntima de nuestra libertad. Sin esta resonancia y sus encantos paralelos, el teatro no existiría.

«Las criadas»,

de Genet.Dirección: Antonio Corencia. Versión española: Armando Moreno. Producción. «Teatro del Mar», de Valencia Intérpretes: Antonio Corencia, Enrique Benavent y José Manuel Pascual Teatro Alfil

El público

Todo esto quiere decir que la presencia del público en el teatro no es una envoltura que circunda, azarosamente, al fenómeno dramático, como que forma parte esencial de ese mismo fenómeno. Una representación sin espectadores viola el hecho de que los textos teatrales han sido escritos para ser objetivados, representados por unos actores y ante un público. Cualquier obra de arte ha de ser vista y oída, recibida para asumir su dimensión total. Esto es aún más cierto cuando se trata de considerar esa emancipación de sonidos e imágenes que transita de un escenario a una sala. Una representación es un tiempo dedicado a cierta satisfacción que vinculamos a un desvío de nuestra actividad natural.La organización de este desvío corresponde a un autor -encargado de crear el texto y sus mecanismos dramáticos-, unos actores -responsables cle la encarnadura física y objetiva de esa especie de orden de trabajo que es una obra escrita- y un público en actitud de esperanza. Claro está que la esperanza es un concepto relativo adscrito al ánimo de cada espectador particular. Primera dificultad. Y claro está que la creación de un texto dramático es un hecho que debe aspirar a la penetración absoluta de la audiencia. Segunda dificultad. ¿Cuál es el rango jerárquico de esas dos realidades? ¿Escribir para satisfacer aquella esperanza del público? ¿Poner el blanco en el absoluto de una idea y confiar en un acomodo de la fruición espectadora?

Problema

El problema es delicado, porque la esperanza del espectador no es algo limpio y visible sobre lo que puede dispararse un dardo certero. El espectador tiene ideas, mejor o peor formuladas, sobre lo que quiere recibir durante ese tiempo desviado que consagra al teatro. Al abandonar su casa, eleva la esperanza a la potencia máxima, pero, por blanda y suave que sea su expectativa le acompañan irrenunciables opiniones religiosas, políticas y morales, que resisten el tránsito de indición del yo activo a la del yo pasivo y espectador, opiniones que continuan flotando sobre su innegable deseo de creer y aceptar la verosimilitud del simulacro.Todo ello explica, creo yo, porque en catorce años ha conocido Madrid siempre con éxito grande tres versiones, brillantes y dispares, de Las criadas, de Genet. Dido, pequeño teatro, Nuria Espert y, ahora, el Teatro del Mar, de Valencia, han ido señalando, como en una gráfica febril de la sociedad española, las dosis que ésta podía asumir de aquel texto, que tiene ya treinta años de vida. La escalada ha ido desvelando las alusiones metafóricas primeras y ahora tenemos ante nosotros, toda la carga de rencores, sometimientos, rebeldías, violencia, delirios, exasperación y humillaciones que caracteriza a este magnífico texto de Genet. La biografía de Genet -orfelinato, refomatorio, prostitución, cadena perpetua, indulto- es un infierno y, naturalmente, su obra es otro. Un infierno, literaria y poéticamente contado, que no por ello pierde su hervor y su dinamita. Antes al contrario, Genet responsabiliza al mundo de todos los quebrantos sufridos y le devuelve la pelota. Traza una línea divisoria: opresores y oprimidos. Relaciona estos dos mundos a través de la fascinación mórbida que el mundo superior produce en el inferior, y busca la huida liberadora en un ritual imaginativo y sangriento.

Visualizar la historia

Este montaje es muy sugeridor. Prefiere visualizar la historia desde la óptica de los dominados y, así, coincide con una orientación de Genet para quien los rituales y ceremonias de un teatro a la oriental, digámoslo así, son preferibles a las divertidas mascaradas de la dramática occidental. Por eso este montaje de Corencia que me gusta tanto hay en su trabajo un aura misteriosa, un tono conmemorativo, algo así como una dedicación de la belleza a la exaltación del mal. Genet, sentenciado, asume su condena y organiza su venganza. Un sistema de valores tan personal, hizo decir a Sartre que en el teatro de Genet «cada actor debe interpretar el papel de un personaje que interpreta, un papel». Esta vital necesidad está espléndidamente vista por el grupo valeciciano: es esencial en Las criadas que los actores se transformen eso es lo que hacen Benavent y Corencia para dibujar, con claridad, la dialéctica intelectual de Genet y su violenta traducción teatral.La admirable versión ha resistido, además, la tentación de la hora. La carga conflictual más primaria que de haber y hay en el tema -la carga social-, apenas se insinua. El odio personal y visceral a la señora no ha sido enterrado por la crítica social. Genet es, aquí, odio, irracionalidad y belleza. Su obra, es una cruel ceremonia intemporal. Corencia lo ha visto. Y también ha adivinado que esa línea era ideal para gentes hispánicas. También, y en tantos casos, enfermas de crueldad, subjetividad y patetismo.

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