Leila Guerriero y la urbanopatía
Además de ser una de las mejores periodistas del mundo escribiendo en castellano, la autora de ‘La llamada’ alcanza lecturas psicológicas a partir de la descripción de un paisaje, un barrio o un edificio
Leila Guerriero viajó a la Patagonia, a una pequeña localidad petrolera llamada Las Heras “situada en medio de la nada”, para investigar una oleada de suicidios de veinteañeros pertenecientes a familias modestas. En Los suicidas del fin del mundo (Tusquets), además de recordar que la realidad supera a la ficción, esta periodista argentina recorre las calles siempre desiertas del pueblo y habla con los vecinos buscando razones. Algunas, muchas, tienen que ver con el lugar. Y con la forma de vivirlo.
“En la Patagonia la agresión natural del paisaje y la soledad histórica aumentan la posibilidad de malestar, generando este tipo de salidas [los suicidios]. Esto se repite en otros pueblos con falta de arraigo, falta de calidad en las relaciones. Aparece todo lo erótico agresivo y empiezan a darse relaciones cruzadas sin lugar a oxigenarse. En lugares grandes, como en Buenos Aires, una persona cambia de grupo, de lugar y renueva su historia, ensaya conductas nuevas. En esos pueblos la persona queda reverberando siempre en el mismo circuito, y encima con un alto nivel de prejuicio y de incomunicación”.
Justo por eso Guerriero habla de urbanopatía. Según el psicólogo José Covalschi, la urbanopatía es una — él la llama eco-enfermedad — que se da cuando una persona pierde el impulso vital. Aparece cuando alguien se siente sin nadie en quien confiar. También cuando la exigencia hiper-productiva no deja espacio para el descanso, explica. Y, seguramente, cuando no se puede vivir una vida significativa que aporte al bien común. Lo del bien común es clave. Los habitantes de un lugar como Las Heras no pueden sobrevivir tal y como vivimos en el siglo XXI: velando por nuestra propia supervivencia, es decir: como idiotas, — la figura griega que no entendía que su profundo bienestar dependía, en realidad, del bienestar de la comunidad — . El bienestar individual es una farsa imposible de alcanzar sin el bienestar común. Sería como hacerse una vivienda sostenible al lado de un cementerio de neumáticos. Como esperar cuidados de la sanidad pública votando a los partidos interesados en privatizarla.
En Las Heras, el pueblo de los suicidios, Guerriero encuentra: “Un vacío, un dolor, y una falta de sentido. Desprovisto de sentido, y de sentido de pertenencia, nadie es del lugar”. Y así, habla del síndrome de la valija, “la valija lista atrás de la puerta, para irse”. ¿Qué serán los dormitorios periféricos de los trabajadores afganos y bangladeshís que levantan los rascacielos de Dubai sino barrios con el síndrome de la valija?
En Las Heras no hay una población estable. Eso hace que un lugar carezca de identidad de pueblo. Una de las habitantes, María Teresa Rey, le explica a Guerriero que es peligroso que nadie hable. Y compara la vida en el pueblo con la de los habitantes de Perito Moreno, de donde es su marido: “Vos ves allá que todos se ponen de acuerdo para luchar contra algo”. Habla, claro, de habitantes que no son idiotas.
Cuando el asunto de los suicidios llega un poco a la prensa, desde Harvard aterriza en Las Heras un programa para Young Negotiators. Les van a enseñar, en tres días, a resolver conflictos sin violencia. Los psicólogos encuentran apatía, falta de proyecto. Nadie les habla de suicidios. Sólo cuando se retiran los adultos afloran. El suicidio llega porque no hay futuro, pero, atención, también por el clima: “Siempre están todos metidos para adentro y el suicidio tiene que ver con eso, con una agresión para adentro. No hay urbanización que invite al encuentro social, no hay plaza, no hay confiterías. Qué hacen los chicos un viernes a la noche, no hay cine, no hay teatro. No hay nada”.
En un pueblo como Las Heras están todos pendientes de qué van a decir los demás. Y, paradójicamente, los que tratan de suicidarse no tienen con quién hablar. No confían en nadie para ir y decirle lo que les pasa. El urbanismo no los une, el clima — las tormentas de polvo — también los separa. Y luego está la falta de horizonte: “Martina Díaz le cuenta a Guerriero que le gusta Isabel Allende y García Márquez, “pero acá si leés ya te dicen de qué te la querés dar”. Si pones una olla de cangrejos vivos a hervir, el grupo estira hacia abajo al cangrejo que trata de escapar. Lo colectivo es complicado. Debe permitir ser. El que parece haberlo entendido es peluquero.
Jorge Salvatierra le cuenta a Leila Guerriero su idea para salir la urbanopatía. “Un día empezamos a imaginar qué haríamos si nos tocaba el gordo de Navidad. Y todos: ‘Ay yo me pondría lolas, yo esto, yo lo otro’. Yo dije que, si me sacara tanta plata, compraría un terreno y edificaría un lugar donde muchos homosexuales que andan danto vueltas por la vida porque la familia no los quiere, puedan vivir. Porque nosotros tenemos una virtud, aparte de ser putos”, le dice.
Guerriero pregunta cuál es esa virtud. Y Salvatierra responde: “Al que no le gusta coser, le gusta bordar, al que no, hacer zapatos. Todos tenemos un arte adentro y no lo podemos expresar porque la vida no te deja. Entonces, yo haría un lugar así”.