Taylor Swift, una diosa incontestable con mejor reino que canciones
La heroína abruma en Madrid ante 65.000 seguidores con un espectáculo fantástico que multiplica el efecto de un repertorio mucho menos estupendo
¿Es para tanto Taylor Swift? Estas cinco palabras formulan el mayor interrogante al que se enfrenta estas semanas el hombre moderno en el territorio ya no solo de la cultura y el espectáculo, sino también de la sociología, los zarandeos económicos y hasta la geopolítica. A partir de las 20.14 de este miércoles empezamos a desentrañar el misterio en el Santiago Bernabéu (habría sido bonito un retraso de 13 minutos, por preservar la cifra totémica), y debemo...
¿Es para tanto Taylor Swift? Estas cinco palabras formulan el mayor interrogante al que se enfrenta estas semanas el hombre moderno en el territorio ya no solo de la cultura y el espectáculo, sino también de la sociología, los zarandeos económicos y hasta la geopolítica. A partir de las 20.14 de este miércoles empezamos a desentrañar el misterio en el Santiago Bernabéu (habría sido bonito un retraso de 13 minutos, por preservar la cifra totémica), y debemos convenir en que The Eras Tour es el espectáculo más grandioso, apabullante, sofisticado y superlativo que se recuerda en el mundo occidental. Representa un ejercicio maestro de seducción masiva por la vía rápida de la hipérbole. Y en estos casos solo cabe disfrutar del despliegue de tecnología y capital humano (aún te queda por aprender, Rosalía) que durante tres horas y 19 minutos acontece con un dominio escénico milimétrico, pero sin la sensación de que la diva escatime energías o no sepa bien si se encuentra en Madrid o Sebastopol.
A ver, las pulseritas con luces parpadeantes al ritmo de la música ya nos las encasquetó Coldplay en el Vicente Calderón allá por 2012, que en términos de virguería escénica es como hablar del siglo pasado. Pero el despliegue de pasarelas, plataformas móviles que elevan o engullen a la artista, cabañitas del bosque (en Cardigan y sucesivas), ciclistas de neón, pirotecnia real y figurada, llamaradas temerarias, realización audiovisual o efectos especiales (esa casa en llamas al final de Lover) son un escándalo. Y demuestran que a estas alturas la de Pensilvania no es solo una jefaza, que también, sino el ser supremo de una nueva religión monoteísta. El fervor y el griterío resultan inconmensurables —ríanse de lo de aquellos chavales de Liverpool en el Shea Stadium—, solo que el sonido ahora es soberbio, más aún para lo que se estila en recintos grandes. Nada que ver con el infierno del Bernabéu antes de la reforma o la acústica cruel en el Metropolitano.
De todo ello ya pueden dar fe otras 65.000 almas, según anunció la propia artista desde el escenario (parecían menos), seguramente la mayor concentración de lentejuelas y brillantina que se recuerda en el territorio ibérico. Y de chicas, chicos y chiques guapérrimos que coincidirán este año en un graderío, y contra esa realidad no puede competir ni Florentino. Lo más curioso, y hasta conmovedor, es que Taylor parece emocionarse con toda sinceridad cuando comprueba, una noche más, las dimensiones del bochinche que ha provocado a su alrededor. Y hasta le cuesta encontrar las palabras tras los tres minutos de ovación cerrada que propicia la preciosa Champagne Problems, defendida personalmente ante el piano de cola.
Porque Swift tiene claro que ha nacido para reinar y no abdicar la corona en muchos años; igual que no solo el pop, sino el mundo mismo, han comprendido que necesitábamos con urgencia una lideresa incontestable. La heroína exhibe una voz preciosa, ordena y manda sin estridencias durante toda la noche y propicia una especie de obnubilación colectiva más allá de que sea guapa, estilosa y dueña de un fondo de armario apabullante. Pero escucharla atentamente durante 45 canciones y tres horas largas también refrenda las sospechas de que su repertorio, a la altura ya del undécimo álbum, no corre en paralelo a ese entusiasmo supremo que genera.
El tramo de álbumes juveniles es un puro trampantojo, un catálogo de pop resultón y sin ápice de cafeína en el que cuesta rascar más allá del manifiesto empoderado y sin complejos de Ready For It, esos 10 minutos que parecen menos para All Too Well, el estribillo rompegargantas en We Are Never Getting Back Together o la imposición del sombrero al final de 22, que recayó en una swiftie jovencísima a la que regalaron la mejor batallita que compartir dentro de muchos años con los nietos. Y, por supuesto, el tándem acelerado y arrollador de Blank Space y Shake It Off, dos piezas que liberan más vitamina D que una tableta entera de Hidroferol.
Las lagunas argumentales siempre pueden compensarse con el derroche de ingenio escénico, un operativo con hasta 14 bailarines (atención a esos pétalos gigantes que se despliegan al comienzo del espectáculo) y una decena de músicos dispuestos en las esquinitas del escenario, pero a los que se les conceden varios merecidos momentos de gloria. Todo mejora sustancialmente en el tramo de Folklore y Evermore, esos dos elepés hermanos que son, de largo, lo más inspirado y adulto de su firmante, y además incorporan una coreografía telúrica maravillosa para Willow. Pero The Tortured Poets Department, su publicitadísimo nuevo disco, deja abierto de par en par el portón de las dudas.
La magia del directo amortigua los efectos narcóticos del registro fonográfico original, dos horas que parecen concebidas para obtener las bendiciones de los Colegios de Odontólogos. Swift lo relega al último trecho de la velada y lo adereza con una exquisita puesta en escena de blanco nuclear y en la que no falta ni una plataforma giratoria (Who’s Afraid Of Little Old Me) con la que, por si le faltara algo en el currículo, también habría ganado en Eurovisión.
Taylor no será para tanto; pero “lo de Taylor”, su poderío, sororidad, empatía y brutal compromiso con el espectáculo (incluso con el cabaret, ante I Can Do It With A Broken Heart), sí lo es. Y en un montaje de dimensiones ciclópeas tiene el gran gusto de reservarse cada noche un par de canciones sorpresa, ella sola a voz y guitarra o piano, que esta vez fueron Sparks Fly y una intersección entre I Look In People’s Windows y Snow On The Beach.
Hay ingredientes magníficos de electropop en Midnights, la era que sirve para echar el cierre. Y durante el bailoteo, el confeti y los fuegos de artificio enternece pensar en toda esa chavalería que habrá tenido que promover colectas entre los yayos para comprarse la entrada y que amanecerá hoy aún envuelta en una nebulosa, porque no todos los días una deidad baja a la tierra para decirte: “Encantada de conoceros. Excellent, Madrid”. Pero, si queremos perseverar como Musa Máxima de Nuestros Días, también deberíamos elevar el listón de la escritura a las cotas de su puesta en escena. Y reparar en que, en tiempos de supuesta diversidad y 90.000 nuevas canciones cada viernes en Spotify, las unanimidades sin fisuras representan una bonita paradoja.