El ‘pinball’, un juego de habilidad que enganchó a los chavales en la era preinternet
El libro ‘¡Bola extra!’ recorre con abundante material gráfico la historia de los fabricantes de un entretenimiento muy popular entre los sesenta y ochenta gracias a su presencia en bares y salones recreativos
“¿Echamos un pinball?”, (léase pínbol). Esta pregunta la pronunciaron incontables jóvenes en España durante décadas, especialmente entre los sesenta y los ochenta. Era la forma de ir a pasar un rato a un bar cercano en el barrio, o al que había en el pueblo, o a unos salones recreativos, a dejarse unas monedas en unas máquinas con tablero inclinado, en el que había que evitar que una bola de acero impulsada por un lanzador con muelle se fuera por el sumidero. Para ello había que ser hábil con las aletas o flippers, los mandos que impulsaban la bola a la parte alta del tabl...
“¿Echamos un pinball?”, (léase pínbol). Esta pregunta la pronunciaron incontables jóvenes en España durante décadas, especialmente entre los sesenta y los ochenta. Era la forma de ir a pasar un rato a un bar cercano en el barrio, o al que había en el pueblo, o a unos salones recreativos, a dejarse unas monedas en unas máquinas con tablero inclinado, en el que había que evitar que una bola de acero impulsada por un lanzador con muelle se fuera por el sumidero. Para ello había que ser hábil con las aletas o flippers, los mandos que impulsaban la bola a la parte alta del tablero. Se conseguían puntos haciendo pasar la bola por pasillos o lanzándola contra las setas o bumpers, unos topes que al golpeo sonaban (¡chin-chin-chin-chin!) y se iluminaban. El jugador podía ver su puntuación en el marcador de una pantalla decorada, al igual que el tablero, con un tema que podía ir desde carreras de coches, al baloncesto, al Lejano Oeste o el espacio; en ocasiones con dibujos de mujeres guapas, señal de que pretendía dirigirse mayoritariamente a chicos. Luces que parpadeaban, sonidos, colores chillones... una estética en ocasiones kitsch.
Una mirada inevitablemente nostálgica a la adolescencia de muchos chavales es la que se encuentra en el libro ¡Bola extra! (editorial Dolmen), una enciclopedia del pinball con abundantísimo material gráfico, pósteres de los modelos de máquinas y repleto de datos, fechas y nombres. Un recorrido cronológico por la historia, con su auge y caída, de esta diversión que forma parte de la cultura pop.
Txus Algora, su autor, explica que la idea de esta publicación tuvo su germen hace años, “en un grupo de WhatsApp de personas interesadas en la historia de las máquinas recreativas, en el que se debatía, entre otras cosas, sobre una colección de revistas digitalizadas que les había proporcionado Óscar Nájera”, de la asociación catalana, Arcade, que recupera y conserva estos y otros tipos de máquinas recreativas. “Nos pusimos en contacto con profesionales del sector y encontramos historias muy interesantes”, explica Algora por correo electrónico. Una de ellas es que entre los accionistas de una de las empresas más grandes que ha habido en este sector, Gedasa-Maresa, “había ministros de Franco y hasta su jefe de seguridad”.
Esto se explica porque España fue una potencia en este campo. Como se señala en el prólogo, llegó a ser el segundo fabricante del mundo, por detrás de Estados Unidos. “Ya en foros virtuales de finales del siglo pasado nos dábamos cuenta de la importancia que había tenido esta industria y lo desconocida que era”. De esos grupos surgió incluso una web que ha catalogado 70 fabricantes y casi 650 modelos. La historia de todas esas empresas, por pequeñas que hayan sido, y de sus modelos, por poco éxito que tuvieran, está en el libro.
Curiosamente, los orígenes del pinball se remontan a un juego de salón que estaba de moda en la corte parisiense del rey Sol, Luis XIV. El bagatelle (de donde viene la palabra española bagatela) era una mesa con tapete de billar y nueve agujeros en los que había que introducir bolas con un palo. De ahí llegó a las colonias británicas de Norteamérica durante su guerra de independencia. La popularidad en los ya EE UU llevó en 1871 al inventor Montague Elijah a patentar la máquina con algunas mejoras, como su inclinación. Desde entonces no dejó de evolucionar. En 1947 se incorporaron las aletas, que daban el protagonismo al jugador y no al azar, y más adelante se añadieron sonidos, vídeos, animaciones…
Algora también recoge las leyes españolas que han regulado un entretenimiento que, como en otros países, llegó a estar prohibido “por un uso fraudulento” que lo había convertido en “simples tragaperras”. Fue en 1935, durante la Segunda República, cuando los pinballs, que en España se llamaban billares romanos, fueron en su mayoría proscritos por ese aprovechamiento de los dueños de los locales donde se instalaban, que proporcionaban premios de poca monta a los jugadores para conseguir que gastasen más de lo aconsejable. Después, durante el franquismo, “la legislación fue inexistente”.
En la dictadura, la influencia estadounidense a través de las bases militares devolvió la popularidad a estos juegos. Los empresarios españoles interesados sortearon la prohibición poniendo también aletas a las máquinas. Así, a comienzos de los cincuenta empiezan a fabricarse los primeros modelos made in Spain, con la pionera empresa zaragozana Automáticos CMC, siglas que corresponden a su fundador, Cipriano Martínez Cembrano, un inventor que dejó una veintena de patentes. Al primer pinball nacional lo llamó El Millón. “En esa época las máquinas eran de mala calidad, pero baratas”, apunta Algora.
El éxito de Automáticos CMC motivó que en Zaragoza surgiesen más negocios similares. Como Kromson, fundada por José Luis Alonso Bergal, “inventor y deportista olímpico en tiro al plato”. Tras la ciudad aragonesa se sumaron Madrid y Cataluña. “Los bares amortizaban en pocos meses la compra de estos aparatos y algunos fabricantes hicieron grandes fortunas”. En el sector también hubo mujeres que olieron el negocio, como la empresa barcelonesa Atracciones Caspolino, ligada a Anunciación Barrachina, después a su hija y más adelante a su nieta. En paralelo, se hicieron populares algunos juegos, como el Ametrallador Atómico, éxito de la empresa Torres-Macarrón.
Estas y otras empresas crean las máquinas que, más o menos, salvo los lógicos progresos tecnológicos, conocemos hoy. Esas en las que el jugador golpeaba sus laterales para evitar que se le colara la bola. No obstante, estos excesos obligaron al recorte, a que las máquinas penalizaran con la finalización de la partida si los meneos eran demasiado grandes: se paralizaban los flippers (que también dieron nombre al juego) mientras parpadeaba en la pantalla un mensaje: “Tilt” (falta). Solo los más hábiles eran capaces de abofetear un poco a la máquina sin que esta se quejase, y la destreza a la hora de acumular puntos se premiaba con una bola extra.
Los setenta es el momento de “los gigantes de la industria, con productos cuya calidad les permitió exportar a EE UU, Europa y Japón”. Entre esos nombres, la madrileña Petaco, que adaptó modelos estadounidenses tras un acuerdo con una histórica de ese país, Gottlieb. Petaco produjo más de 40 modelos, uno de los más conocidos fue Comodín, con los naipes como tema. La popularidad de esta firma llevó a llamar también petacos a los pinballs. Inder, también de la capital, con su conocido juego Canasta 86, lanzó al mercado 48 máquinas recreativas, aunque por debajo de las 67 de la catalana Playmatic. Mientras, Segasa “arrasó en el mercado con su pinball Pole Position”, sobre automovilismo.
Con la democracia, un real decreto de 1977 despenalizaba los juegos de azar y en 1979 se aprobaba un reglamento “de máquinas recreativas y de azar”. Paradójicamente, la legalización del juego, que favoreció la invasión de las tragaperras, inició el declive de estos divertimentos, unido esto a la desaparición de los salones recreativos. El siglo XXI, con internet y las consolas, “casi acaba con el pinball”, indica Algora. Si ha sobrevivido es por “la creciente moda coleccionista, junto a las máquinas que compran personas de clase media-alta que tienen un chalet y se instalan un pequeño recreativo, y además hay algo de mercado en pubs y boleras”. Para los aficionados a lo retro que quieran comprar una, cuestan “entre 600 y 5.000 euros”, dependiendo de si se trata de una máquina de primera o segunda mano. Es el precio para volver a sentirse en el barrio el rey del petaco.
Un Museo del Recreativo
El libro ¡Bola extra! es una gigantesca tarea que le ha llevado cinco años a Txus Algara, quien, subraya, ha recibido la ayuda fundamental de Carlos Martos, del Museo del Recreativo, en Jaén, que ha aportado muchas imágenes y documentación. “Martos posee la mayor colección de máquinas recreativas de España, incluidos pinballs”. Es otro gran aficionado que, como Algara, defiende que estos juegos van más allá del ocio y “deben ser considerados como cultura”.