Te interrogan con un claro retintín: “¿No te molesta escribir tantas necrológicas?”. Y debes morderte la lengua para responder tranquilamente que no, todo lo contrario. En general, elijo artistas que me han dado placer a lo largo de los años y con los que, quiero pensar, tengo una deuda. Si puedo, prescindo de las figuras que, por mucho que triunfaran, nunca me tocaron dentro.
Extiendo mi red para atrapar igualmente el último destello de productores, disqueros, locutores, periodistas, críticos, historiadores y otros of...
Te interrogan con un claro retintín: “¿No te molesta escribir tantas necrológicas?”. Y debes morderte la lengua para responder tranquilamente que no, todo lo contrario. En general, elijo artistas que me han dado placer a lo largo de los años y con los que, quiero pensar, tengo una deuda. Si puedo, prescindo de las figuras que, por mucho que triunfaran, nunca me tocaron dentro.
Extiendo mi red para atrapar igualmente el último destello de productores, disqueros, locutores, periodistas, críticos, historiadores y otros oficios que orbitan alrededor del pop. Cuestión de justicia: en general, han funcionado fuera del radar de los grandes medios y su quehacer ahora tiende a resultar invisible; se merecen al menos una despedida que refleje su creatividad. Que se explique, negro sobre blanco, que, en el mejor de los casos, fueron parte de la solución y no del problema. Evito en general a los managers, y no por antipatía a su labor: sencillamente, se desenvuelven en la zona obscura y no puedes creer (la mayoría de) lo que te cuentan.
No espero aplausos por esa labor. Todo lo contrario: detesto caer en automatismos y noto las carencias de la fórmula, tal como se practica en España. Tengo envidia por la forma en que los diarios ingleses gestionan sus obituarios. Saben que se trata de una de las secciones más leídas y cuentan con equipos que van elaborando con calma los perfiles de gente de mala salud o que han entrado en la edad peligrosa. Suelen incluso recurrir a los mismos protagonistas, para aclarar dudas y rellenar los huecos de las biografías del Who’s Who.
Sin embargo, hay una laguna que ni siquiera los periódicos londinenses resuelven. Antes, era el responsable de prensa del artista quién informaba sobre el fallecimiento y, bueno, podía contar pormenores. Ahora se recurre a las redes sociales con dos o tres párrafos que desembocan en una frase opaca tipo “murió tras una breve enfermedad”. Te queda rondando la sospecha de que —para los deudos— hay dolencias vergonzosas, aunque sean tan comunes como la covid-19.
De principio, nada que recriminar: es prerrogativa de la familia el ocultar esos detalles íntimos. Aunque detecto cierta incoherencia si el artista en cuestión tuvo un estilo de vida del que alardeaba y que, de alguna manera, influyó sobre la masa de sus oyentes; ahora se nos birla el acto final. Solo pasado un tiempo, en documentales y biografías, nos llega una versión más minuciosa de la defunción.
Atención: no hablo de exigir informes médicos. Muy probablemente, no los entenderíamos o se prestarían a falsas deducciones. En todo caso, lo que nos puede interesar es cómo el artista se enfrentó al trámite final. Hay opciones como el indispensable testamento vital, que especifica los tratamientos médicos que la persona acepta o rechaza, sea o no capaz de expresarlo en sus momentos postreros.
Aunque no muy frecuentes por aquí, existen las death doulas, las matronas sin formación médica, pero especializadas en el tránsito de los enfermos terminales, siempre obedeciendo sus deseos. O los velatorios en vida, con amigos y parientes rodeando de cariño a la persona a punto de partir. Después de todo, ¿no es el wake uno de los grandes inventos de la cultura irlandesa?