A la fiesta de los toros le queda una larga vida por delante (o no)
El futuro de la tauromaquia dependerá de su capacidad para soportar los ataques furibundos que le infligen quienes tienen el deber de velar por ella
La pregunta lleva tiempo en la calle, pero siempre se formula a media voz, a hurtadillas, como para que no suene a incomodidad: ¿corre la tauromaquia un peligro cierto de desaparición? Y si así fuera, ¿cuánta vida le queda?
La cuestión es fastidiosa, y quien la plantea se expone a ser tachado de aguafiestas antitaurino, como si el mero planteamiento del problema supusiera en sí mismo una toma de postura contraria a la supervivencia del espectáculo. Es más aconsejable, sin duda, dejar que la vida transcurra a su aire y el tiempo decida. Pero esa actitud, tan incrustada entre taurinos y a...
La pregunta lleva tiempo en la calle, pero siempre se formula a media voz, a hurtadillas, como para que no suene a incomodidad: ¿corre la tauromaquia un peligro cierto de desaparición? Y si así fuera, ¿cuánta vida le queda?
La cuestión es fastidiosa, y quien la plantea se expone a ser tachado de aguafiestas antitaurino, como si el mero planteamiento del problema supusiera en sí mismo una toma de postura contraria a la supervivencia del espectáculo. Es más aconsejable, sin duda, dejar que la vida transcurra a su aire y el tiempo decida. Pero esa actitud, tan incrustada entre taurinos y aficionados, no parece la más realista.
Existe otra más ajustada a la razón, a la lógica y a la propia historia de este país: afrontar la situación con valentía, y esta dice, por un lado, que, pese a quien pese, la tauromaquia tiene una larga vida por delante, tan extensa en el tiempo como su pasado de tres siglos desde que nombres gloriosos como Costillares, Pedro Romero o Pepe Hillo, allá por el XVIII, establecieron las primeras normas de un espectáculo enraizado en la sociedad desde muchos siglos atrás; y, por otro, que el porvenir pinta muy oscuro por la manifiesta desidia de las administraciones públicas y el preocupante desinterés del propio sector.
No será nada fácil que el espectáculo taurino se desgaje de este país porque el toro forma parte de su esencia sin una explicación que justifique históricamente por qué arraigó aquí y no en otros territorios. El toro como referente de celebración festiva o expresión de vértices variados de la condición humana está íntimamente ligado a este país.
Y no se trata de aludir a las bodas reales y las conmemoraciones religiosas y universitarias de la Edad Moderna, las fiestas populares, su importancia trascendental en las bellas artes, su aportación económica y medio ambiental o su reconocimiento legal como patrimonio cultural.
La tauromaquia sufre el desamparo de las administraciones públicas, un enemigo feroz e implacable
La fiesta de los toros es, sobre todo, un signo de identidad de España. Si no fuera así, no tendría sentido que en pleno siglo XXI una plaza como Las Ventas se llene hasta la bandera de personas de todo pelaje en busca de la emoción que se puede desprender del encuentro entre un ser humano y un toro. Inexplicable e incomprensible a los ojos de muchos, pero cierto.
Quizá por esa razón la tauromaquia no desaparecerá nunca; porque siempre, —siempre—, habrá un grupo de locos dispuestos una noche de luna llena a hacer un círculo con sus vehículos y alumbrar con los faros la ilusión de un chaval que se juega la vida delante de un par de pitones.
Es normal y muy respetable que existan corrientes antitaurinas, mujeres y hombres que se lleven las manos a la cabeza ante un espectáculo cruento que consideran impropio de la bienpensante sociedad actual. Pero no es algo nuevo; desde que el toro existe ha habido detractores por razones muy diferentes.
El problema reside, no obstante, en si será capaz de soportar los ataques furibundos que sufre de parte de quienes tienen el deber de velar por ella.
La tauromaquia se enfrenta hoy a un enemigo feroz e implacable que son las administraciones públicas: el Gobierno central, en primer lugar, las Comunidades Autónomas, Diputaciones y Ayuntamientos tienen el deber de promocionarla y protegerla como patrimonio cultural reconocido por ley, y no lo hacen. Algunos tratan de justificarse con buenas palabras y algunas partidas económicas, pero ninguno ofrece a los toros el trato que dispensa a otras actividades culturales.
Es muy difícil que la fiesta de los toros se mantenga lozana si no se la considera en pie de igualdad con el resto de las industrias culturales en cuanto a promoción, protección, apoyo presupuestario y tratamiento fiscal.
Pero no es el único inconveniente que dificulta el futuro de la fiesta. Los propios taurinos —toreros, empresarios y ganaderos— representan un escollo harto complicado.
La crisis económica de 2008 supuso un antes y un después para este negocio ante la indolencia del sector, incapaz de adaptar su modelo de gestión a la nueva época; y la pandemia lo ha sumido en la crisis más grave de su historia. Ni a una ni a otra circunstancia han respondido con celeridad y eficacia los taurinos, que permanecen desunidos, con la cabeza debajo del ala y a la espera de que amaine el temporal.
Pero eso no es todo.
El indolente sector taurino se muestra incapaz para adaptar el negocio a la modernidad y recuperar la emoción perdida del espectáculo
El espectáculo que apasionó a nuestros antepasados ha desaparecido. Si los aficionados estaban dispuestos a empeñar los colchones para ver a Joselito y Belmonte es porque aquellos festejos despertaban un entusiasmo arrollador.
Hoy, eso no pasa. Toreros, ganaderos y empresarios han convertido la tauromaquia en un pasatiempo que destaca, especialmente, por ser anodino, largo y soporífero, en el que el toro es un convidado de piedra que suele provocar lástima en lugar de miedo y respeto.
La fiesta es vibración y la imagen que, tarde tras tarde, transmiten los tendidos es la del aburrimiento.
Hace unos días, Ginés Marín —y no se trata más que de un ejemplo entre muchos— se encerró con seis toros en la plaza de Santander. Detrás de la furgoneta donde viajaba la cuadrilla, se presentó en la plaza a bordo de un vistoso coche rolls royce, en compañía de su apoderado. Es de suponer que quería destacar con ello que se trataba de un acontecimiento especial y se vio obligado a hacer un gesto cercano a lo ridículo, pero la auténtica gesta no se produjo. Ni los toros —novillos comerciales tan nobles como descastados— ni el torero mismo ofrecieron un espectáculo digno del rolls royce de la llegada. No había más que ver los semblantes tristones de los espectadores como prueba irrefutable de que nadie estaba dispuesto a empeñar su colchón por aquella película insustancial.
Se ha publicado recientemente que ya se ha recuperado el número de festejos que, a estas alturas de la temporada, se habían celebrado en 2019; lo que nadie dice es que solo algunas tardes en la Feria de Abril, San Isidro y Pamplona se ha colgado el cartel de ‘no hay billetes’.
Hoy no llena las plazas ningún torero; ni siquiera Roca Rey, que despierta la máxima atención taquillera, ni Morante de la Puebla, el diestro más comprometido, que se ha convertido en la guinda de todas las ferias.
Así pues, o el negocio taurino cambia radicalmente o llegará un momento en que no tendrá espacio en la economía actual; y, a renglón seguido, se modifica el espectáculo y vuelve a sus orígenes de pureza, ortodoxia y respeto a la integridad del toro, o el porvenir se presenta oscuro.
En fin, que la tauromaquia no desaparecerá, pero puede acabar como una sombra de sí misma, andrajosa y enferma, si persisten el desamparo institucional y el desinterés interno.
Pero siempre, siempre, quedarán un toro y un torero, un ganadero loco empeñado en la alquimia de la bravura y un aficionado enfermo de emoción. No hay duda.
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