Muere Domingo Villar, el hombre tranquilo que revolucionó la novela negra española
El escritor vigués, padre del inspector Leo Caldas, ha fallecido a los 51 años tras sufrir un infarto cerebral
La novela negra, el género que maneja la muerte como materia prima, está de luto. Domingo Villar, uno de sus mejores adalides en español y gallego, un escritor que sabía conjugar calidad con entretenimiento y aceptación popular, ha muerto este miércoles a los 51 años en el hospital Álvaro Cunqueiro de Vigo, donde había ingresado el lunes tras sufrir un infarto cerebral.
Hombre generoso y tranquilo, lo suyo no eran las grandes promociones, los focos, el lado más banal del negocio literario en el que, sin embargo, se manejaba con la desenvoltura y el ritmo pausado con el que acometía tamb...
La novela negra, el género que maneja la muerte como materia prima, está de luto. Domingo Villar, uno de sus mejores adalides en español y gallego, un escritor que sabía conjugar calidad con entretenimiento y aceptación popular, ha muerto este miércoles a los 51 años en el hospital Álvaro Cunqueiro de Vigo, donde había ingresado el lunes tras sufrir un infarto cerebral.
Hombre generoso y tranquilo, lo suyo no eran las grandes promociones, los focos, el lado más banal del negocio literario en el que, sin embargo, se manejaba con la desenvoltura y el ritmo pausado con el que acometía también su obra. Casado con Beatriz Lozano y padre de tres hijos (Tomás, Mauro y Antón), su carrera literaria marchó durante años a dos ritmos, entre el reconocimiento y el silencio, pero siempre dispuesto para un lector, un comentario, una entrevista o un festival, por pequeño que fuera. Nacido en Vigo y afincado en Madrid desde hace casi 30 años, le gustaba definirse como “un pesimista alegre”. Debutó en la novela en 2006 con Ojos de agua (Siruela), un éxito instantáneo en español y gallego, lengua en la que su triunfo se multiplicaba y que formaba parte esencial de su proceso literario. Acostumbrado a los dos idiomas, Villar escribía en uno y pasaba al otro y viceversa, conversaciones y descripciones bailando entre dos mundos en un proceso que le fascinaba. “Los diálogos me salen mejor en castellano, porque el 99% de mi vida es en esa lengua. Pero el gallego me deja más cerca del lugar emocional en el que quiero estar cuando escribo”, explicaba en una entrevista a este diario en 2019.
En 2009 llegó la confirmación con La playa de los ahogados (Siruela en castellano y Galaxia en gallego, como toda su obra), segunda novela de Leo Caldas, un policía con más preguntas que respuestas y un espíritu vital muy particular que desquiciaba a su compañero Rafael Estévez, llano y honesto agente aragonés. También arañaba una sonrisa en su creciente comunidad de lectores —en España y fuera, con más de 15 traducciones por todo el mundo—, que encontraba en las novelas de Villar tramas clásicas y reflexivas con un equilibrio justo en todos sus elementos y un ritmo impecable. La novela fue llevada al cine por Gerardo Herrero en 2015, con Carmelo Gómez en el papel de Caldas.
Habitante de paradojas irresolubles que él explicaba con una sobriedad que desmontaba, Villar se vio inmerso entonces en un proceso de 10 años de bloqueo y silencio. La muerte en 2013 de su padre le dejó sin el oído atento de todas sus tramas antes de ser publicadas, y los sucesivos intentos de sacar adelante la novela, que llegó a tener título e ISBN, topaban siempre con algún obstáculo. Durante una década fue la noticia más esperada para los aficionados del género y una fuente de rumores e historias más o menos fundadas. Tal era la expectación generada. “Me obsesiona el respeto al lector. Mi compromiso no es con un plazo sino con una historia que merezca la pena. Si no, no sirve”, contaba en 2019, cuando por fin vio la luz El último barco, una novela de hechuras clásicas y 712 páginas, más que las dos anteriores juntas, una barbaridad para un hombre que se confesaba autor de distancias cortas, que escribía, reescribía y corregía decenas de veces, que pensaba una y otra vez cada detalle. “Si le dejas el manuscrito dos años más le da 20 vueltas”, resumía por entonces su editora, Ofelia Grande.
Cuando la pandemia nos aisló y nos recluyó en nuestras esferas privadas, Villar publicó un volumen de cuentos con linograbados, una sencilla exaltación de la belleza y el humor, su manera de seguir contando historias y estando con sus amigos, para quienes ideó estos cuentos en primera instancia, y con sus lectores. “Los relatos que componen Algunos cuentos completos fueron escritos para ser leídos a mis amigos, sin otra ambición que encontrar la sorpresa y la sonrisa, pero los grabados de Carlos Baonza les han permitido tomar un vuelo más alto”, comentaba a este diario en septiembre. Tiene cierta carga poética que este volumen sea su última obra publicada. Un canto a la vida, un guiño a sus seguidores desde el mismo título, una relación llena de complicidades con la materia prima de su oficio y sus paradojas, un respiro ante la muerte y la desolación propia del género que cultivó, cuidó y mejoró.
En un mundo de best sellers violentos y producidos en serie, la escasa obra de Villar, rematada con la paciencia de un orfebre, resurge ahora con fuerza y multiplica su valor. Ya no tendremos más historias de Leo Caldas, pero ahí queda el lustre que daba al género, un lustre apoyado en la sencillez y el compromiso, en la elegancia de las tramas, en la manera que tenía el autor de transmitir la melancolía del paisaje, el sentir y las gentes de Galicia. Villar estaba escribiendo ahora la cuarta entrega y se preparaba también una serie, dirigida por los hermanos Coira (Hierro, Rapa). El aficionado al género, conocedor de las series protagonizadas por policías y detectives, unas veces legendarios y otras muchas olvidables, sabe que no se crea todos los días un personaje como Leo Caldas.
Para él, la literatura era “un espacio de resistencia ante el ruido”. “Pasamos de ermitaños a exhibicionistas”, comentó en varias ocasiones antes de decantarse por la primera opción, un universo, un refugio de trabajo y calma, donde todo estaba controlado para él. A continuación, firmaba un libro, compartía un comentario o un abrazo, proponía ir a cenar o a tomar un tequila con amigos y periodistas en una noche de festival de novela negra, en Barcelona o Gijón, todo bonhomía y entrega a otros.
Es complicado ser profeta en tu tierra, pero hasta en esto era particular Domingo Villar, muy leído en Galicia, adorado en un Vigo que se hizo universal en sus novelas. Cuando se conoció la gravedad de su estado, las redes sociales se llenaron de mensajes de ánimo y loa, tuits que reconocían la calidad literaria y humana de Villar. Pocas veces una unanimidad similar habrá sido más sincera. Dicen que han visto a un gigantón aragonés de apellido Estévez llorar por las playas del Atlántico gallego. No está solo.