Richard Rogers, el arquitecto que nos enseñó a vivir

No pensaba en términos locales, sino globales. Su oficina de Londres era exactamente eso: un pequeño gran mundo a orillas del Támesis

Richard Rogers, visto por Pedro Morales Falmouth.

Como a los buenos mediterráneos, a Richard Rogers se le conocía compartiendo mesa con él. Ya sé que oficialmente es un arquitecto británico pero sus orígenes italianos, renacentistas, como a él le gustaba decir, no sólo marcaron su forma de mirar la arquitectura sino, sobre todo, su forma de vivir.

Antes de trabajar en su estudio durante casi veinte años,...

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Como a los buenos mediterráneos, a Richard Rogers se le conocía compartiendo mesa con él. Ya sé que oficialmente es un arquitecto británico pero sus orígenes italianos, renacentistas, como a él le gustaba decir, no sólo marcaron su forma de mirar la arquitectura sino, sobre todo, su forma de vivir.

Antes de trabajar en su estudio durante casi veinte años, le conocí a través de su obra, en el París de los noventa. Durante aquella década fui asiduo del Museo Pompidou, y no sólo de sus exposiciones sino, sobre todo, de su magnífica biblioteca. Para mí entrar en aquel lugar marcó un antes y un después. Presentando un simple documento de identidad de cualquier país, podías pasearte por una de las mejores colecciones de libros de arte, cine y arquitectura y asomarte a eso que se llama la modernidad sin importar tu procedencia. Ahora es algo común en otros museos, pero entonces era una rareza. En aquel momento yo aún no lo sabía, pero la posibilidad de acceder de aquella forma tan democrática al conocimiento que albergaba aquella institución ―la biblioteca ocupa una planta entera― había sido fruto de la voluntad de Richard Rogers por conseguir que el Pompidou fuera un museo de todos y para todos, como demostraban también sus paredes de cristal. Y es la misma que marcaría su acercamiento a casi todos sus proyectos.

Cuando entré a trabajar en su estudio, me invitó a comer en el restaurante Riverside Café, de Ruth Rogers, su mujer, todo un evento para cualquier joven arquitecto que se uniera a una firma con dimensión de mito como era ya la suya en 1999. Lo hacía con todos los recién llegados. Tú te sentabas nervioso en aquella mesa temiendo meter la pata y te encontrabas con un señor increíblemente simpático y cercano que se interesaba por ti y por tu vida, saboreaba cada plato y te hacía olvidar que estabas frente a un star architect. La sensación que tuve al salir de aquella comida es que podría contar siempre con él. Sabía hacerse querer.

Richard era un arquitecto global que no pensaba en términos locales y su oficina del Riverside en Londres era exactamente eso: un pequeño gran mundo a orillas del Támesis donde podías participar en sus discusiones, discutir sus opiniones y ser parte de su proceso creativo sin ninguna barrera. Hasta te podía tocar sentarte a su lado, porque hace dos décadas él ya utilizaba eso tan de moda hoy: los llamados hot desks.

Esas ideas también las ponía en práctica en su vida y en sus relaciones. Su casa londinense estaba siempre abierta a todos, y si te hacía falta te la prestaba, aunque él no estuviera allí. Y no sólo. Su empresa adquirió la casa de campo Holly Frindle, de Berthold Lubetkin, a las afueras de Londres, para que todos sus empleados la disfrutáramos por turnos los fines de semana.

La idea de edificio democrático impregnaba sus proyectos, entendidos como lugares para todos. Esa idea también se extendía a su visión de las ciudades, donde Richard concebía el espacio público como algo esencial para mejorar la vida de las personas. Siempre me sentí cómodo dentro de esa perspectiva integradora con la que él miraba a las ciudades, buscando siempre una solución compacta y respetuosa con el medio ambiente, adelantándose a los tiempos.

Tuve que defender sus ideas en Nueva York, Taipéi, Ginebra, Caracas o Madrid. No siempre fue fácil. La T-4 de Barajas, por ejemplo, es uno de los últimos aeropuertos que se han construido pensando en el pasajero, en que lo importante es coger un avión y no irse de compras. Y de ahí sus colores, que sirven de guía. Richard era un idealista.

Aprendí muchas lecciones trabajando con él. Pero ninguna tan válida como la de verle vivir. Me quedo con aquella primera comida en la que barrió las jerarquías y me trató de igual a igual. A su lado, todo era posible.

Pedro Morales Falmouth es arquitecto y trabajó para Rogers entre 1999 y 2018.

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