Canelas y Pañeros en busca de los sonidos negros
En una de las citas más peculiares de esta Suma Flamenca se aglutinaron en escena dos parejas de cantaores que, para muchos, encarnan aquello a lo que aspira esta música
Es difícil mantener una reputación. También en el flamenco. Manuel Torre tenía una de raro, de tipo especial que dependía de su cambiante ánimo para cantar. Se cuenta que veces su cante era un fiasco, pero que, de cuando en cuando, lo hacía de tal manera que una velada en el apartado de un café se podía convertir en una réplica de Jonestown, con gente arrancándose la camisa, otra arrojándose por la ventana y otros repitiendo oles con los ojos en blanco. Cuando uno lee ciertas crónicas no sabe si se...
Es difícil mantener una reputación. También en el flamenco. Manuel Torre tenía una de raro, de tipo especial que dependía de su cambiante ánimo para cantar. Se cuenta que veces su cante era un fiasco, pero que, de cuando en cuando, lo hacía de tal manera que una velada en el apartado de un café se podía convertir en una réplica de Jonestown, con gente arrancándose la camisa, otra arrojándose por la ventana y otros repitiendo oles con los ojos en blanco. Cuando uno lee ciertas crónicas no sabe si se habla de una fiesta en un cuarto de cabales o del suicidio en grupo de unos fanáticos. La historia del flamenco cuenta con figuras a las que se atribuyen estas cualidades desde su origen: son los cantaores con “sonidos negros”, “enduendados”, los que en el argot flamenco se conocen como los “acabafiestas” en tanto, si aparecen por alguna juerga (por supuesto, de repente y sin ser invitados) y tienen el día señalado, nadie quiere cantar después. Torre, antes Silverio, después Santiago Donday… Los aficionados no dejan de buscar esas figuras. Para muchos es la única razón por la que seguir escuchando cante. Ahora mismo hay varios cantaores que andan bajo esa lupa. Entre ellos se encuentran, precisamente, los Pañero (Perico y su hermano José) y José y Fernando Canela. Es tal la curiosidad que despiertan, que hay un grupo de aficionados que siguen a los cantaores haya donde canten, casi emulando a los deadheads de Grateful Dead. La noche del sábado, varios de ellos se encontraban en el auditorio de un Centro Cultural Paco Rabal, que, sin embargo, no había completado su aforo (no llegaba a 300 espectadores).
Duendes y sonidos negros
Este escenario no fue un lugar amable para el duende: los cuatro cantaores, alternándose por cantes y acompañados siempre por la guitarra de José de Pura, apenas si pudieron desarrollar una tensión. El recital comenzó con una ronda de tonás de los mayores de cada familia: José Canela (1977) y Perico el Pañero (1974). Ya no se volvió a escuchar a José hasta media hora después. Y a Perico, un poco después. Tras la ronda, el pequeño de los Pañero, José (1971), hizo unos tangos entreverando cante con baile, siguiendo el modelo de un Paco Valdepeñas o un Funi. Le siguió Fernando Canela (1985) con unas soleares. De nuevo Perico el Pañero con sus esperadas seguiriyas, momento propenso para que reverberaran esos sonidos negros. José Canela le siguió con unas bulerías por soleá y, para rematar, los cuatro por bulerías, pero no seguidas, sino parando para que el de Pura ajustase el tono de la guitarra a cada una de las voces. Recital de corte estilístico completamente mairenista (que es como una especie de clasicismo flamenco), que se quiso austero pero acabó siendo discontinuo, en el que las voces se enfriaban de una vez para otra y deslavazado. Para colmo, los cantaores no pararon de quejarse de un problema de monitores. Imposible hacer otra cosa que cubrir el expediente. Y eso lo hicieron mucho mejor los Canela. José Canela es un cantaor del que resulta difícil concebir un mal día. Se tuvo que caer en la marmita del duende. Su dominio técnico es total, su voz está en plenitud y conoce los vericuetos expresivos de cada letra a la perfección. Es de las voces más dotadas y en forma de la actualidad. Su hermano, cantaor de perfil similar, tiene un cante más dulce, de menor ímpetu y, quizá mayor lirismo. También salvó los muebles.
Con los Pañero fue otra cosa. Sin fallar, tampoco fue su día, para desgracia de los pañeroheads allí presentes: tanto José como Perico, sobre todo el primero, dan siempre esa sensación de no estar nunca en el tono, pero tampoco nunca desafinados. Parece ser que es un rasgo definitorio de los cantaores con “sonidos negros” (a los que debe pertenecer, entonces, Ozzy Osbourne) que responde, supuestamente, a la riqueza de vibraciones melismáticas microtonales de sus voces, lo que hace que sus interpretaciones sean frágiles, estén siempre sobre la cuerda floja de la afinación y en cualquier momento se puedan desmoronar. Esa es parte de la tensión.
La ideología de lo atávico
Según parece, otra característica de estos sonidos es que retrotraen al oyente a un mundo atávico, o algo así. Pero aquí se para la historia. Lo que está en el trasfondo de esta historia del sonido negro y el duende no es otra cosa que la constatación de la raza española. Lo de los sonidos negros parece ser que se lo escuchó decir Lorca a Torre escuchando el Nocturno del Generalife de Falla: “Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende”. No aclara si describiendo la obra de Falla o para situarse en las antípodas, porque a renglón seguido aclara Lorca: “Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: ‘El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies’. Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto”.
Lorca aquí no es original, sigue a Falla que, aunque afinándolo, sigue a su vez a Felipe Pedrell. La obsesión de Pedrell fue encontrar una música netamente española. También la de Falla, y su pasajero interés por el flamenco vino determinada por ella. Falla se interesó por el flamenco como parte de una indagación que, aunque comenzara en Andalucía, siguió por Castilla (El retablo de maese Pedro) para acabar en Cataluña (su Atlántida, construida a partir de un poema en catalán del sacerdote Jacinto Verdaguer) buscando materiales con los que “establecer las que pudiéramos llamar fronteras de raza”, según expresión de Falla en un texto de 1916. La raza la busca Falla, como Lorca, no en la inteligencia ni en el discurso consciente, sino en la “lucha” y la “sangre”. Ahí anda el duende, ahí los sonidos negros, que pertenecen a “los hombres con mayor cultura en la sangre”, como definía Lorca a Torre. Pero la clave está en los textos de Falla sobre Debussy, sobre sus obras basadas en el supuesto folclore español. Falla sabe que en Debussy (por cierto, en sus últimos años boulangista) no se encuentra la autenticidad que se encuentra en un hombre del terruño —Debussy es extranjero y apenas conoció España, aclara Falla—, pero hay otra cosa en sus composiciones, que es mucho más importante, y que Falla quiere para sí: verdad. El animal produce los sonidos negros, pero es el músico, consciente, el que los limpia, musica y nacionaliza.
El flamenco vive teóricamente, en gran parte, dentro de esta órbita bienintencionada pero de presupuestos retrógrados de un nacionalismo amparado en bases raciales donde los Pañeros cantan bien sin saber por qué, donde Agamenón toca el piano y su porquero es del duende.