El corro de sillas al fresco quiere ser patrimonio de la humanidad
El pueblo gaditano de Algar inicia el camino para intentar que la Unesco proteja la costumbre de charlar en la calle al ocaso
Hace ya dos semanas que 10 cupones regaron de pellizquitos de 20.000 euros al pueblo gaditano de Algar y en los mentideros de calle el tema todavía despunta como tendencia. “Es que aquel cotilleo fue sonado. Le tocó al panadero y a mucha gente que lo necesitaba”, justifica Antonia Aguilera, sentada a pie de acera en un corro de sillas junto a otras seis vecinas. Al golpe de suerte aún se le habría podido sacar más punta, si el revuelo de cámaras de televisión y periodistas forasteros qu...
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Hace ya dos semanas que 10 cupones regaron de pellizquitos de 20.000 euros al pueblo gaditano de Algar y en los mentideros de calle el tema todavía despunta como tendencia. “Es que aquel cotilleo fue sonado. Le tocó al panadero y a mucha gente que lo necesitaba”, justifica Antonia Aguilera, sentada a pie de acera en un corro de sillas junto a otras seis vecinas. Al golpe de suerte aún se le habría podido sacar más punta, si el revuelo de cámaras de televisión y periodistas forasteros que husmean cada esquina no hubiese roto la monotonía. Ahora, cada vez que se pone el sol, los grupos en la calle han caído en una suerte de metadiscurso. Ensimismados, hablan de sí mismos después de que al alcalde del pueblo se le haya ocurrido iniciar el camino para que la Unesco proteja esas charlas al fresco como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.
“Mi madre tiene 82 años y se sienta cada día en su calle. Hay días que termino del trabajo, paso por ahí, me siento y nos ponemos al día. Es el momento más bonito de la jornada”, argumenta José Carlos Sánchez, regidor de Algar y promotor de una iniciativa que ha encandilado a buena parte de los 1.400 vecinos del pueblo. Aunque difícilmente el alcalde se podría imaginar el revuelo mediático que iba a ocasionar cuando el pasado 28 de julio publicó un mensaje en la página de Facebook del Ayuntamiento en el que informaba a los habitantes de la localidad de que iba a iniciar los trámites para la declaración. Paradójicamente, Sánchez se animó a impulsar la idea tras ver cómo esa costumbre que él lleva viendo desde pequeño va poco a poco retrocediendo “ante el avance de las redes sociales para comunicarse”.
La calle Sol es una empinada cuesta que cruza el pueblo y que para salvar el desnivel necesita 124 escalones. Los tiene contados José Ibáñez, vecino de 81 años, para cuantificar cuántos vecinos cabían hace unos 30 años: “Cada tarde, se llenaban enteras de familias charlando, jugando al bingo, cenando… Lo pasábamos estupendamente”. Ni él ni su mujer, Francisca Sánchez, ni su vecina Catalina Sánchez han faltado a la cita habitual de cada atardecer veraniego. “Poniéndose el sol, ya estamos aquí. Aguantamos hasta la cena, que entramos a casa, y luego volvemos a salir hasta la medianoche”, relata Ibáñez cómodamente repanchingado en una silla de plástico. Aunque el octogenario sabe que es una costumbre en extinción. La tarde del pasado miércoles solo ellos y cuatro jóvenes mantenían un rito tan ancestral como de origen incierto.
Es difícil trazar de dónde viene la tradición de salir a la puerta de casa en verano a departir con los vecinos al atardecer. La antropóloga Gema Carrera cree que viene de una doble motivación: “De la necesidad de oxigenar y refrescarse cuando hace más fresco fuera que dentro y, por otra parte, de la sociabilidad”. El catedrático en Antropología de la Universidad de Sevilla Isidoro Moreno afina un poco más: “Era una tertulia espontánea con los vecinos tras la cena en tiempos anteriores a la televisión y el aire acondicionado”. Lo que sí está claro es que no es un rito exclusivo de Algar, sino vinculado a una forma de vida pausada y rural, que incluso se da minoritariamente en ciudades o capitales, ya en claro retroceso. “La costumbre es mediterránea porque también se da en el sur de Italia o en Grecia”, añade la también antropóloga Eva Cote.
“Atribuirlo a algún pueblo o comarca me parece un dislate”, censura Moreno. En Algar saben que sus mentideros al atardecer no son patrimonio de su exclusividad, pero no por eso el alcalde ceja en su idea de alcanzar la máxima protección cultural que otorga la Unesco. “No tenemos nada singular, salir al fresco es patrimonio de todos. No me importaría compartir la iniciativa, pero al menos que salga de aquí”, apunta el regidor. De ahí que el Ayuntamiento ya haya dado el primer paso al enviar un escrito de solicitud formal a la Delegación Provincial en Cádiz de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía. Con él se abre un proceso largo y azaroso que dura años, precisa de informes antropológicos y, sobre todo, mucho apoyo ciudadano e institucional, hasta que acabe por ser propuesto a la organización dependiente de las Naciones Unidas. En estos momentos, multitud de ritos, fiestas, costumbres y saberes de toda España están en ese camino —como el Carnaval de Cádiz—, con la incertidumbre de no saber siquiera si llegarán al paso final.
Puertas abiertas y amalgama de sillas
Cote estima que las charlas a la fresca comenzaron a decaer en muchas localidades de Andalucía a primeros de los años 70, cuando el desarrollismo urbanístico fue sustituyendo las casas bajas por bloques de pisos con balcones y unifamiliares. A Algar el ocaso de la costumbre empezó a llegar décadas después con la emigración de muchos habitantes a ciudades del entorno y el incremento de la sensación de inseguridad, que hizo que muchos vecinos cerrasen sus puertas. Con todo, el alcalde Sánchez defiende que todavía son muchos los vecinos que siguen saliendo a sus puertas y, precisamente por ello, cree que la protección podría ayudar a revitalizar la costumbre entre los jóvenes. “Hoy en día salen hombres y mujeres mayores. Va por calles y barrios. Hay zonas que siguen llenas de corrillos. Para muchos es el momento en el que contarse las cosas del día, casi terapéutico”, apunta el regidor.
La calle de Antonia Aguilera es una de esas vías en las que no faltan las puertas abiertas y la amalgama de sillas de colores que aguantan la tarde, la noche y la madrugada. “Hasta que sale la vecina y nos grita ‘¡ya es medianoche, venga a poner lavadoras!”, explica la vecina entre risas. Cuando el sol estaba en todo lo alto, el blancor de las fachadas de las casas repelía los 34 grados que este pasado miércoles marcaba el termómetro. Al atardecer, apenas rozaba los 23 y bajando. Las veinteañeras Olga y Celia Lobato son hermanas y las únicas jóvenes que, junto a sus parejas, poblaban los escalones de la calle Sol. Se les acumula la charla: al cupón premiado y la presencia de periodistas, se suma que unos vándalos han hundido el velero que el pueblo tiene en un pantano cercano. “En este pueblo nos conocemos muy bien, estamos unidos y también nos criticamos. La verdad es que esto es más entretenido que las redes sociales”, zanja Olga entre risas.
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