Crítica

Israel Fernández: salir de la fiesta para volver

Con la guitarra de Diego del Morao y la percusión del Piraña, Israel Fernández ofrece en el Teatro Fernán Gómez de Madrid y dentro del festival MEM, la imagen de un cantaor que el mercado venía necesitando

El cantaor Israel Fernández y el guitarrista Diego del Morao, en el teatro Fernán Gómez de Madrid.KIKE PARA

El cante de Israel Fernández (Corral de Almaguer, Toledo, 1989) es heredero de dos perfiles a priori antagónicos de cantaor. El primero se remonta a mediados de los años sesenta, cuando se dio un gran paso adelante en la profesionalización del flamenco con la generalización de festivales veraniegos, tablaos y peñas. Aunque los cantaores siguieron funcionando como jornaleros —salvo en el tablao Zambra, donde por primera vez unos músicos flamencos fueron asalariados—, su dependencia de a...

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El cante de Israel Fernández (Corral de Almaguer, Toledo, 1989) es heredero de dos perfiles a priori antagónicos de cantaor. El primero se remonta a mediados de los años sesenta, cuando se dio un gran paso adelante en la profesionalización del flamenco con la generalización de festivales veraniegos, tablaos y peñas. Aunque los cantaores siguieron funcionando como jornaleros —salvo en el tablao Zambra, donde por primera vez unos músicos flamencos fueron asalariados—, su dependencia de algo tan caprichoso económicamente como las fiestas privadas se redujo drásticamente. Como contraparte, los cantaores tuvieron que incorporar a su repertorio un abanico más amplio de cantes, que habían de sumar al sota-caballo-rey del territorio al que simbólicamente representaran. Es así, como se ve en sus discos de época, que aquellos que querían optar a este tipo de dignificación laboral incorporaban cantes supuestamente “ajenos”: un jerezano por tangos extremeños, un gaditano por peteneras… se generalizaron granaínas, malagueñas, tientos, tarantos o fandangos naturales. Se tuvieron que hacer cantaores “largos” para responder a las demandas de aquellos que gestionaban esos nuevos escenarios, para los que la “afición” era complemento o (en el mejor de los casos) sustituto de la “pureza”.

Fernández y Morao realizaron en el Teatro Fernán Gómez en la noche del martes, reproduciendo su reciente disco, Amor (Universal, 2020), un repertorio típico de esos tiempos: malagueña, bulería por soleá (en el disco Soleá del cariño), tientos seguidos de tangos, aires de Levante (el Bella murciana del disco), seguiriyas y bulerías; con fandangos y un segundo ramillete de bulerías como bises.

Y fue en estos tres últimos cantes donde se vio ese segundo perfil que, conviviendo con el de aficionado, le hace peculiar: el que proviene del vórtice que fue Camarón de la Isla como creador de bulerías. Es evidente que Fernández le tiene como referente general, pero es que Camarón, como demuestran su primera buena media docena de discos, tuvo que mostrarse “aficionado” para entrar en el circuito. Pero es partiendo del Camarón buleaero del que Fernández toma su segundo perfil: yendo hacia atrás a buscar los cuplés de Pastora Pavón o Manuel Vallejo (de cuyo timbre, por cierto, tiene un claro eco) y hacia delante, como nuevo eslabón de una cadena en la que están Potito, Juan Antonio Salazar, Marsellés o Vareta, que, tras la estela del de San Fernando, han hecho de la bulería un campo de creación que casi parece haberse autonomizado del mismo flamenco. Son cantaores de infinidad de cantes pero “cortos” de palos y que, por ello, apenas se ven en festivales, que “vuelven” a la fiesta de la que los otros lograron salir, pero ya dependiendo supuestamente menos del mal vino del señorito y con los montos presuntamente apalabrados. La “afición” no es allí requisito, sino la creatividad (entre otros códigos, claro).

Israel Fernández, con unas dotes impresionantes, capaz de fijar toda la tensión de un tercio en un detalle (pellizcar, le llaman los flamencos a eso) y de modificar el metro y la melodía de los cantes según lo va considerando, se mueve en ambos campos cantores con mucha solvencia. Diego del Morao, un tocaor ya desterritorializado, sofisticado a la vez que capaz de recordar a su tío abuelo, Manuel Morao, en un radicalmente seco alzapúa por tientos, también. Por eso no se entiende la necesidad de que, tanto en su presencia mediática como en su producción audiovisual, se sienta ese “racismo elegante” del que habla José Antonio González Alcantud, que tan bien se adhiere al multiculturalismo y que, en última instancia, no es otra cosa que la perpetuación de un determinismo racial que, ahora sustituyendo la “fuerza de la sangre” por la “fuerza de la cultura”, sigue tomando al gitano como un elemento exótico, un trágico inadaptado crónico, objeto de fascinación pero también de caridad. Tampoco que su disco, Amor, tenga una pátina pop que en el directo desaparece sin echarse en falta. Cebos mercadotécnicos ambos que el respetable trabajo estrictamente musical de Diego del Morao e Israel Fernández no necesitan.

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