La trasera de los cuadros
Quiero volver a Lina Bo Bardi y su propuesta radical, sin tanto bla, bla, bla teórico
Ahora que los museos dan vueltas a la función que deben tener, locos por inventar algo novedoso; ahora que algunos se empeñan en ser absurdas kunsthallen y nos bombardean con conceptos como “cuidados” y “acompañamiento” —términos que no hacía falta codificar, pues la estructura misma del museo nos ha cuidado y acompañado siempre—; ahora en suma que la moda ha decidido que mirar y apelar a las sensaciones no es aceptable ni chic, quiero volver a Lina Bo Bardi y su propue...
Ahora que los museos dan vueltas a la función que deben tener, locos por inventar algo novedoso; ahora que algunos se empeñan en ser absurdas kunsthallen y nos bombardean con conceptos como “cuidados” y “acompañamiento” —términos que no hacía falta codificar, pues la estructura misma del museo nos ha cuidado y acompañado siempre—; ahora en suma que la moda ha decidido que mirar y apelar a las sensaciones no es aceptable ni chic, quiero volver a Lina Bo Bardi y su propuesta radical, sin tanto bla, bla, bla teórico que nos tiene un poco agotados.
En el Museo de Arte de São Paulo —ese edificio rojo y potente en la Avenida Paulista, diseñado por Bo Bardi— la arquitecta de origen italiano propuso un planteamiento museográfico que retaba la norma: los cuadros de la magnífica colección “clásica” que alberga el museo no estaban colgados en las paredes. Estaban colocados como un bosque sobre unos pies de cristal, espacio de planos de profundidad cinematográficos que, en el recorrido de vuelta, permitía ver las traseras. Era el futuro ocurriendo a mediados de los sesenta del siglo XX, quizás porque una arquitectura moderna exige formas modernas de presentar las colecciones.
Pese a todo, nadie nunca ha sido más radical en un museo. Nadie ha retado las exclusiones del discurso desde el discurso de una forma tan contundente, pues con las traseras se desvelaba la parte invisible del cuadro que el poder ha ocultado —y oculta— a las “personas fuera del grupo” —por citar a la Martha Rosler de 1979, antes de que fuera tendencia—. Se hacía visible para cualquiera esa parte a la que, en la lógica imperante, tienen acceso sólo el artista, el conservador, el director del museo, el restaurador… Los que ocupan una posición de privilegio en suma. Esas traseras se convertían, además, en una especie de cartela extendida, pormenores en la historia de las obras: desde viajes hasta eventuales señales dejadas por el propio artista.
En la obra que muestra la galería Helga de Alvear de Isaac Julien, el artista habla de Lina Bo Bardi y la recrea en algunas de sus obras míticas —del MASP al SESC Pompeya—. Lo hace a través de un paseo por los edificios y una narrativa ficcionada con actores a partir de ideas de la artista. En especial una de ellas se convierte en leitmotiv del relato de Julien. “El tiempo lineal es una creación occidental; el tiempo no es lineal, es un enredo maravilloso en el que, en cualquier momento, se pueden elegir puntos e inventar soluciones, sin principio ni fin”, dice Bo Bardi. Como el tiempo de Bo Bardi el espacio de Julien tampoco es lineal: lo rompen las tres pantallas que conforman la obra. Y el espectador se pierde en otro maravilloso enredo que hace las veces de espejo. Frente a la obra queda claro que el futuro no es mañana. Ni siquiera hoy. Fue ayer.