Crítica

Rocío Márquez se encara con Rubens en una noche de magia en el Prado

Los Hermanos Cubero y Clarines de Batalla completan el primer cartel de conciertos populares frente a pinturas míticas

El grupo Clarines de batalla en la sala Velázquez del Prado.FESTIVAL DE ARTE SACRO

Una idea bonita, inspirada. Porque lo de este sábado en el Museo del Prado no era tanto un concierto como una experiencia. Multisensorial, que dirían los finolis. Muy diferente a lo que acostumbramos y, en consecuencia, estimulante, añadiremos aquí, antes de nada. Había sido la pinacoteca históricamente muy refractaria a que sus ilustres salas albergaran episodios musicales, pero el Festival de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid ha sabido ejercer, en su edición número 29, el arte de la persuasión. Y ahí que nos vimos, a las tantas de la noche, con las estancias más exquisitas de la ciudad ab...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Una idea bonita, inspirada. Porque lo de este sábado en el Museo del Prado no era tanto un concierto como una experiencia. Multisensorial, que dirían los finolis. Muy diferente a lo que acostumbramos y, en consecuencia, estimulante, añadiremos aquí, antes de nada. Había sido la pinacoteca históricamente muy refractaria a que sus ilustres salas albergaran episodios musicales, pero el Festival de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid ha sabido ejercer, en su edición número 29, el arte de la persuasión. Y ahí que nos vimos, a las tantas de la noche, con las estancias más exquisitas de la ciudad abiertas para tres grupos rotatorios de 50 personas cada uno y un cartel que, de puro heterogéneo, solo podía resultar pintoresco y desigual: Rocío Márquez, los Hermanos Cubero y Clarines de Batalla. 

La cantaora onubense escogió para su miniconcierto de media hora una de las salas de pintura flamenca de Rubens. Irrumpió de improviso, por la espalda del público, y el efecto fue arrebatador. “Cómo se puede pensar en disfrutar de los sueños, si los sueños hace tiempos dejaron de ser nuestros…”, musitaba esta mujer ajena a las categorías y a la que el canto le nace con una naturalidad abrumadora. No necesitó de entrada ni a su guitarrista, Manuel Herrera, que solo se acomodaría al abrigo de Orfeo y Eurídice a partir de la segunda canción.

Y ahí que nos vimos, a las tantas de la noche, con las estancias más exquisitas de la ciudad abiertas para tres grupos rotatorios de 50 personas

Márquez vive ya hace un tiempo en estado de gracia. Su voz le brotaba anoche como agua que fluye del arroyo. Sin esfuerzo ni aspavientos, con esa capacidad casi innata para emocionar como consecuencia inapelable de su arte, igual que la célula se alimenta con cada bocanada de oxígeno. Caminaba Rocío con andares parsimoniosos y solemnes, casi cariacontecida, aportando la gravedad del ritual y encarada antes a los cuadros que al público. Se nos rompió el amor, repetía ella, como su tocaya Jurado había advertido ya en 1985, justo el año en que nuestra protagonista de ayer veía las primeras luces de la vida. Y todo siguió así, en trance, hasta la seguiriya final que Rocío interpretó, casi supuró, mientras contemplaba a Saturno devorando a su hijo. Cuánto dolor. Cuánta verdad. Cuánta belleza.

La comparación con la visita de los Hermanos Cubero a la sala de lutos y duelos del siglo XIX fue, digámoslo así, abrupta. Los alcarreños escogieron el abrigo de Los amantes de Teruel, de Antonio Muñoz Degrain, para desgranar buena parte de los contenidos de Quique dibuja la tristeza, un álbum en el que Enrique Cubero expone sin tapujos sus sentimientos ante el cruel y temprano fallecimiento de su esposa.

Folcror, bluegrass y música militar

La mezcla de folclor castellano y bluegrass puede resultar curiosa, con Roberto Cubero empleando la mandolina casi como si se tratara de una bandurria y el dúo ensayando algunas incursiones en la ranchera mexicana y hasta en la canción de misa. Claro que hasta en las parroquias se escuchan letras menos elementales y melosas que las de la pareja, impregnadas de ripios, reiteraciones y lugares comunes, tan obvias como esas cancioncillas infantiles en las que podemos pronosticar cada verso venidero aunque las escuchemos por vez primera. Roberto y Enrique compartían micrófono para sus armonías, como en los estudios de Sun Records y demás emblemas de la América más tradicional. Pero emocionaba más la mirada de Juana la Loca ante el sepulcro de Felipe el Hermoso, cortesía de Pradilla, que algunas de las cosas que escuchábamos.

La visita en el grupo verde (los otros dos iban rotando por las mismas salas en diferente orden) finalizó, a un suspiro ya de la medianoche, frente a nada menos que La rendición de Breda velazqueña. La música corría a cargo de Clarines de Batalla, un trío que se ha especializado en la música militar del barroco español, sobre todo la recopilada por el fraile franciscano tarraconense Martín y Coll. Abraham Martínez se sentó ante un pequeño órgano eléctrico y Álvaro Garrido aportaba percusiones, desde tambores a una variada colección de campanas y crótalos, pero el elemento más distintivo y evocador lo incorpora Vicente Alcaide, un músico que se ha especializado en la trompeta natural de la época, carente todavía de pistones.

La música del trío proviene de un contexto militar y cívico, así que su interés para los amantes de la música culta puede resultar más histórico que otra cosa. Pero resultaba sencillo imaginar esos clarines resonando entre los campos humeantes que inmortalizó Velázquez, y era fascinante escucharlos mientras no había manera humana de deshacerse de la mirada desafiante de ese holandés vencido que nos contempla desde el extremo izquierdo del lienzo.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En