Extraviados

Francisco Calvo Serraller predicaba con el ejemplo, levantando del sillón al lector, provocando su interés, como nos decía en clase, que debía hacer un crítico de arte

Bajo el epígrafe de Extravíos, como si de una premonición se tratara, durante décadas Francisco Calvo Serraller escribía su artículo semanal, brindando la oportunidad al lector, cada sábado por la mañana, de abrir las páginas de Babelia, como quien abre con ilusión un pequeño regalo, de nutrirse de mundos tan diversos, como el artístico, antropológico, literario, filosófico, sociológico o cinéfilo. Predicaba con el ejemplo, levantando del sillón al lector, provocando su interés o curiosidad, como nos decía en c...

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Bajo el epígrafe de Extravíos, como si de una premonición se tratara, durante décadas Francisco Calvo Serraller escribía su artículo semanal, brindando la oportunidad al lector, cada sábado por la mañana, de abrir las páginas de Babelia, como quien abre con ilusión un pequeño regalo, de nutrirse de mundos tan diversos, como el artístico, antropológico, literario, filosófico, sociológico o cinéfilo. Predicaba con el ejemplo, levantando del sillón al lector, provocando su interés o curiosidad, como nos decía en clase, que debía hacer un crítico de arte.

Maestro etimológicamente deriva del latín y remite significativamente a magister-magis, cuyo significado es “más”, aquel que aumenta. “El gran maestro ha de tener su magia: la de abrir la mente a los alumnos a la comprensión de la volátil realidad”, no puedo dejar de pensar en Calvo Serraller como el gran maestro que fue, pero también en el mago que lograba didácticamente convertir la pulsión en creación, lo potencial en realidad, o cada clase magistral en un acontecimiento. Su generosidad intelectual, su capacidad de motivar y entusiasmar, pero también su exigencia de esfuerzo y trabajo a los alumnos, transversalidad en los estudios y en la labor investigadora, no pueden nada más, que llevarnos al terreno de la admiración y el respeto.

La pasada primavera escribía en este periódico que “gracias a nuestras carencias, a la humildad consciente de nuestra precariedad, arribamos a lo más óptimo de nuestra capacidad: a ser generosos, aceptando que el don de la vida cobra pleno sentido dándonos a los demás”. Calvo Serraller no compartía sus conocimientos con los demás, compartía su sabiduría exponencial y su amor a la vida. Sus clases en la facultad siempre estaban abarrotadas de alumnos y oyentes, incluso algunos sentados en suelo y escaleras. A la salida del aula, no había día que no hubiera cola de alumnos y otros, esperando su turno para abordarle. Sus prolíficos escritos y conferencias lo avalan, con mas de 260 registros bibliográficos como autor en la Biblioteca Nacional, más de cuatro décadas dedicadas al servicio académico, o la dirección de un medio centenar de tesis doctorales.

Durante años, su cátedra y carismática personalidad (sin olvidar sus aristocráticas maneras de escribir solo a pluma, fumar con pitillera o su inseparable sombrero) me producían sentimientos ambivalentes de atracción por su sabiduría y al mismo tiempo intimidación y terror ante su presencia; tardé varios años en dejar de tratarle de usted y que me temblaran las piernas en las reuniones. Estimulaba nuestro sentido crítico, nuestra curiosidad para difuminar nuestra ignorancia, empujándonos a reconocer como artístico el signo, a conversar con el pasado y con la contemporaneidad. Lograba abrir nuevas dimensiones a nuestra propia experimentación: “No niegues lo que no controlas, no desprecies lo que ignoras, explóralo”. Tanto nos daba que tanto nos comprometía en el trabajo. Pero su sentido del humor era tan audaz e irónico, que una vez le comenté que había escuchado que le apodaban el príncipe del Arte, a lo que me respondió, que el único príncipe había sido, el atractivo y seductor Amadeo Modigliani, al que llamaban el príncipe de Montparnasse.

Ante su pérdida la pasada semana, muchos, alumnos, discípulos, doctorandos, colaboradores, compañeros, amigos, lectores y admiradores anónimos, nos hemos quedado extraviados, replegados a estar embargados en un sentimiento de extraña orfandad. “La mejor escuela del mundo es el orfanato” me señalaba en una ocasión.

Gracias, querido maestro, por acompañarnos en la ceremonia de la vida.

Paloma Primo de Rivera García-Lomas

Historiadora del arte. Autora de Arco’82. Génesis de una feria

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