Otra vez la Muerte del Rock

Tras encarnar la rebelión juvenil, el género se enfrenta a las incertidumbres de la tercera edad

Un colega chileno, Juan Carlos Ramírez Figueroa, ha publicado un librito con el rotundo título de Crash! Boom! Bang! Una teoría sobre la muerte del rock. Plantea, me dice, “la muerte del rock como música pero no como cultura”.

Todavía no he podido leerlo pero he recordado que ese es un espasmo que se manifiesta regularmente. Formulado como “Rock Is Dead”, saltó a la palestra ahora hace cincuenta años. Naturalmente, hoy consideramos a la de 1968 como una gran añada pero e...

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Un colega chileno, Juan Carlos Ramírez Figueroa, ha publicado un librito con el rotundo título de Crash! Boom! Bang! Una teoría sobre la muerte del rock. Plantea, me dice, “la muerte del rock como música pero no como cultura”.

Todavía no he podido leerlo pero he recordado que ese es un espasmo que se manifiesta regularmente. Formulado como “Rock Is Dead”, saltó a la palestra ahora hace cincuenta años. Naturalmente, hoy consideramos a la de 1968 como una gran añada pero en su momento se vivió una decepción.

Cosas del utopismo generacional. En 1967, Sgt. Pepper parecía anunciar una era de creatividad ilimitada. Y no: pocos grupos había con la combinación de talento de los Beatles y menos los que contaban con un George Martin. Se pedía además a la música que reconstruyera la sociedad. David Crosby, que había acudido a las sesiones de Sgt. Pepper, se asombraba de que un disco tan hermoso (“tantas buenas vibraciones en el aire”) no hubiera parado la guerra de Vietnam. Escéptico por naturaleza, uno se pregunta qué porcentaje de los votantes de Trump compraron aquel LP.

Entiendo que ahora resucite esa afirmación: el rock ha desaparecido de las listas de grandes vendedores (sí es que eso significa algo, con el encogimiento del mercado). De todos modos, no siempre la creatividad se traduce necesariamente en ventas. Y carecemos de la perspectiva necesaria para apreciar lo que ha ocurrido en un campo tan plural como el del rock durante la pasada década.

Recuerden que también se consideraban años de vacas flacas a los que iban del 3 de febrero de 1959 (fecha del accidente en el que perecieron Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper) a la eclosión de los Beatles. Según Don McLean, fue “el día que murió la música”; hoy sabemos que no fue así: aquel intervalo supuestamente estéril vio la eclosión del surf instrumental, el sonido Motown, el primer soul, el pop del Brill Building. Claro que eso nos llevaría a discutir sobre si nos encerramos en una definición restrictiva de rock o lo identificamos con el bendito paraguas del pop.

No nos engañemos: finalmente, “el rock ha muerto” es un titular irresistible y eso explica su resurrección cada equis años, a instancias de redactores jefe que no han invertido capital emocional en el asunto. Más me intriga la segunda parte del planteamiento de Ramírez Figueroa: que seguimos inmersos en la cultura del rock.

Tal vez sea cierto, aunque se trate de referencias banales a celebridades que —nos dicen— viven y mueren como rock stars, tras disfrutar de las groupies (otra de tantas palabras procedentes de la jerga musical) y practicar el derroche. Pienso en un reciente número uno, Black Beatles, de Rae Sremmurd. En el video oficial, las guitarras eléctricas forman parte del atrezo y son destrozadas ritualmente: para este dúo de hip-hop el rock significa la destrucción gratuita y el hedonismo. Poses, porros, pechos: pura caricatura.

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