Agonía de la postal

Las postales, en su apogeo, fueron la señal de un mundo poco viajado y tecnológicamente simple

En la Fundación Tàpies de Barcelona se expone actualmente una colección de 27.000 postales. El amo de este imperio es Oriol Vilanova y todavía dispone en su casa de 7.000 unidades más.

Efectivamente el mérito de la muestra es el impresionante resultado de una obsesión y una persistencia tan esmeradas. Todo coleccionista admirable es, de una parte, un tipo que busca afanosamente la siguiente pieza y nunca como Sísifo alcanzará la complacencia total. En ese sentido parece un esclavo pero, de otra, es una suerte de dios creando un universo propio donde lucirá su identidad.

En la Tàp...

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En la Fundación Tàpies de Barcelona se expone actualmente una colección de 27.000 postales. El amo de este imperio es Oriol Vilanova y todavía dispone en su casa de 7.000 unidades más.

Efectivamente el mérito de la muestra es el impresionante resultado de una obsesión y una persistencia tan esmeradas. Todo coleccionista admirable es, de una parte, un tipo que busca afanosamente la siguiente pieza y nunca como Sísifo alcanzará la complacencia total. En ese sentido parece un esclavo pero, de otra, es una suerte de dios creando un universo propio donde lucirá su identidad.

En la Tàpies se exhibe esta ambición y el valor de una colección concreta donde se registra la importancia de un género que ha agonizado ya. Privada de secretismo, la postal fue la bella e inocente conjunción de la letra y la imagen, inseparables en el mismo soporte de cartón. Fotos estáticas y escrituras tópicas. Noticia del viaje y testimonio del atractivo lugar que se desea compartir. Todas eran cariñosas. Todas eran ingenuas. Todas unían la poesía, la noticia y el júbilo personal.

Una postal no fue nunca una correspondencia de la que todavía se publican colecciones insignes. La postal ni fue insigne ni culta. Era un mensaje, siempre hecho a mano, sencillo y popular. Literatura sin cuidado, fotografía sin pretensiones. Su finalidad reunía la afectividad con la información. Celebración, cariño y memoria del otro.

Ahora, sin embargo, la postal fenece y se presta a ser embalsamada como objeto de colección. Porque ¿qué puede ofrecer ahora, frente al teléfono móvil que ha devastado el anverso o el reverso de su composición y es capaz de multiplicar su oferta (gráfica y textual) hasta el infinito? Más aún: observada hoy en los comercios de souvenir su compraventa tiende a cero.

Las postales, en su apogeo, fueron la señal de un mundo poco viajado y tecnológicamente simple. Entonces no importaba incluso que lo escrito se hallara a la vista de todos porque no había nada en ella nada que encriptar.

Un viejo amigo, muy de estar en su casa, decía hace años, “¿Para qué viajar existiendo postales?”. La postal era, entonces, el paradigma de hallarse viajando. De otra, la postal ratificaba el destino o los destinos de la excursión y la excepcionalidad del turismo.

Nada de esto queda hoy. La movilidad general y el móvil omnipresente han acabado con el prestigio de los lugares remotos. Justamente la desaparición de lo distante ha devastado el valor la postal. La carta hablaba preferentemente de lo más cercano o interior, la postal de lo lejano y exterior. Frente a la sentencia de mi amigo (“¿Para qué viajar existiendo postales”), la sentencia dice hoy: ¿Para qué postales si todos no hacemos otra cosa –en varios sentidos- que viajar y viajar?

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