Liberando toxinas

El trío escocés ofrece un concierto más sudoroso que embaucador ante 4.700 madrileños

Actuación del grupo Biffy Clyro en el Mad Cool Festival, de Madrid, en junio de 2016.SANTI BURGOS

No se puede decir en puridad que Biffy Clyro sea un grupo que suda la camiseta. Dos de sus tres integrantes, el bajista James Johnston y su hermano Ben Johnston a la batería, asomaron ayer, jueves, por el WiZink Center madrileño desprovistos ya de entrada de esta engorrosa prenda. El jefe de filas, Simon Neil, tardó media hora en acometer ese mismo estriptis parcial, pero a partir de Bubbles también lució palmito hasta el final de la velada. Y así la sudoración, con más o menos aportación textil, se convirtió en una constante fisiológica fundamental durante toda la comparecencia.
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No se puede decir en puridad que Biffy Clyro sea un grupo que suda la camiseta. Dos de sus tres integrantes, el bajista James Johnston y su hermano Ben Johnston a la batería, asomaron ayer, jueves, por el WiZink Center madrileño desprovistos ya de entrada de esta engorrosa prenda. El jefe de filas, Simon Neil, tardó media hora en acometer ese mismo estriptis parcial, pero a partir de Bubbles también lució palmito hasta el final de la velada. Y así la sudoración, con más o menos aportación textil, se convirtió en una constante fisiológica fundamental durante toda la comparecencia.

El compromiso de estos tres socios escoceses con la transpiración corporal es firme y encomiable, y bueno es que se hayan convertido en toda una franquicia para la liberación de toxinas propias y ajenas. Pero también quedó la sensación de que su rock tiene más de tabla gimnástica que de arrebato plástico. Puede que Biffy Clyro acaben convirtiéndose en nuestros entrenadores personales, pero difícilmente nos provocarán cosquillas en el estómago.

Parecen tenerlo todo para desenvolverse en el arte de seducción, la verdad. Desde las inaugurales Wolves of winter y Living is a problem because everything diez (buen título, caramba) nos obsequian con una riada de notas secas y eléctricas, o más bien elevadísimas de voltaje. Sus dos compañeros para el directo (segunda guitarra y teclados) refuerzan una alineación empeñada en resultar arrolladora. El fondo del escenario refulge con una estupenda batería de luces crudas y deslumbrantes. Neil ejerce la empatía y el buen rollo con sus esforzados saludos en castellano: “Muchas gracias, señor y señorita”. Hay carne en el asador. Pero es carne magra. Y acaba haciendo bola, deglutiéndose sin más. Como ese estribillo de Biblical que aspira a ser mayestático y se queda solo en monocorde.

Hubo casi 4.700 espectadores en el Palacio de los Deportes, cifra muy respetable para una banda tan festivalera que hasta ahora desconocíamos por estos lares su capacidad de convocatoria en solitario. Y hubo pasión, sin duda, pero difícilmente arrebato. Piezas como Flammable incitaban tanto a la solemnidad y el puño en alto que por algún momento pareció que acabaríamos desembocando en… The final countdown. En realidad, Neil y los hermanos ganan bastantes enteros cuando introducen algún matiz: la progresión de un suave compás irregular al estallido en Victory over the sun o ese falsete hechicero y tenue para Re-arrange. Pero la sutileza pierde la batalla demasiadas veces frente al brochazo.

En realidad, lo más frustrante que se puede decir de Biffy Clyro es que no parecen escoceses. Constándonos docenas de grupos estadounidenses que practican un rock tan pomposo como romo, dignos de corear pero no de mantener en la memoria, adeptos a los estribillos empapuzados de anabolizantes, unos tipos nacidos a un paso de Glasgow debían erigirse en nuestros candidatos de la ilusión, unos Green Day europeos y verdaderamente embaucadores. No acaba de ser así. El sudor de BC se excreta sin dejar huella, tonifica pero desaparece con un leve duchazo. Los chicos podrán ser resultones, pero la brillantez, por ahora, solo corresponde a la luminotecnia.

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