Opinión

Añoranza de los Wallenda

El Cirque du Soleil ha renovado el mundo de la carpa, pero a costa de perder autenticidad

El Cirque du Soleil, en su espectáculo Kooza.

La llegada en los ochenta del Cirque du Soleil supuso para muchos el redescubrimiento del circo, un mundo que recordaban como viejo y polvoriento y que habían dejado atrás, sin nostalgia alguna, en la memoria infantil. La reencarnación del antiguo espectáculo decadente, desvencijado y muy a menudo incluso cutre de la pista —algunos añadirían cruel en el trato con los animales— en algo refinado, exquisito, esteticista y con el plus de socialmente bien considerado y hasta elitista capturó a numerosas personas.

Para los amantes más ir...

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La llegada en los ochenta del Cirque du Soleil supuso para muchos el redescubrimiento del circo, un mundo que recordaban como viejo y polvoriento y que habían dejado atrás, sin nostalgia alguna, en la memoria infantil. La reencarnación del antiguo espectáculo decadente, desvencijado y muy a menudo incluso cutre de la pista —algunos añadirían cruel en el trato con los animales— en algo refinado, exquisito, esteticista y con el plus de socialmente bien considerado y hasta elitista capturó a numerosas personas.

Para los amantes más irredentos del circo tradicional, en cambio, la aparición de la compañía canadiense y su inmaculado Chapiteau se percibió como una amenaza a la quintaesencia del verdadero mundo de la carpa: un espectáculo demasiado pulcro, bienintencionado, políticamente correcto (sin animales y sin la carga erótica del viejo circo), en el que el sudor y el riesgo, el más difícil todavía, se diluía en una atmósfera poética y delicuescente, onírica, de supuesto buen gusto.

Ciertamente, si uno añora los grandes circos de verdad, los Barnum & Bailey, los Krone, los Sarrasani (ese mundo por el que lucha hoy el Festival de Circo de Figueres), el CIrque du Soleil es, pese a sus indiscutibles grandes números, un sucedáneo descafeinado. ¿Qué romántico querría marcharse con el Cirque du Soleil? Subirse a sus carromatos (si los tuvieran) no es la añeja opción apasionada con la que hemos soñado tantos de huir para acceder a una vida aventurera, sino hacer carrera. La verdadera esencia del circo, señalan los detractores de esa moderna empresa, se desvanece en la firma canadiense tras una capa artificiosa y delusoria de barroca y perfumada teatralidad. Como desaparece la individualidad de los artistas en aras de la uniformidad del show: nada que ver con la constelación de grandes nombres que ofrecían los carteles del circo tradicional, los Rudenco, los Leotaris, los Fratellini, los Codonas, los Wallenda, las monedas doradas en las que se contaba el arte bajo la carpa.

Desde luego el Cirque du Soleil gusta y ofrece maravillosas imágenes persistentes que se cuelan en los sueños, y ha creado escuela (demasiada). Pero los contaminados irremediablemente por el veneno de la pista nunca dejarán de percibir en él una falla, la ausencia del auténtico espíritu, rebelde, transgresor, audaz y un punto insensato y crápula del verdadero circo.

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