La pesadilla de volver a sacarla

Una cartera asoma del bolsillo de un pantalón.

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La media es de 19 veces al día. Es la marca del incordio, la que te hace abominar de las vacaciones como de una plaga bíblica recurrente que llegara cada verano. Debería ser una satisfacción en lugar de una penitencia porque, al fin y al cabo, cada vez que lo hago significa que ha habido un disfrute previo. Pero tanta repetición se ha convertido en una pesadilla.

Tal es así, que cuando llega la noche, me tiemblan las manos y me asalta un tic frenético. Me palpo los bolsillos compulsivamente, abarcando con las palmas extendidas desde las caderas hasta las ingles, como si temiera que me faltara algo, que alguien se lo hubiera llevado. Ojala me amputaran las manos en ese momento, evitándome caer en la tentación de hacerlo otra vez, de volver a sacarla.

No, no se hagan ilusiones, morbosillos. No se trata de autosexo. Son las veces que saco la cartera para pagar algo cuando estoy de vacaciones. El desayuno, la gasolina, el parking de la playa, el alquiler de la hamaca, la bolsa de chips, el Frigo Pie del niño, la pulserita del ambulante, la primera cañita en el chiringuito, el vermut del mediodía, la paella, los helados de leche merengada, los cubatas de sobremesa, la pelotita de goma, que la nuestra se la llevaron las olas, y no se te olvide el bronceador del 30 que solo hemos traído del 50, la recarga del móvil, la cañita de media tarde, las tapitas de antes de cenar, la cena y los cubatas en la terraza antes de plancharse en el sobre. Total: 19 veces.

Cada verano salgo con las costuras de los pantalones descosidas, los bolsillos agujereados (hasta los del bañador) y la cartera desgastada como si le hubieran hecho un lavado a la piedra. Y no digamos los inevitables quebrantos que lleva el proceso. De tanto llenar y vaciar cartera y monedero por el camino se van quedando billetes y monedas. Unos se pierden para siempre, caídos en las aceras, en la arena, en los platillos de la cuenta como propinas abultadas. Otros, me los encuentro al cabo de los días, arrugados en mil pliegues, en el bolsillo quince del bermudas Coronel Tapioca o bajo la cremallera del escondite más ignoto de la riñonera. Ha habido veces que han aparecido verdaderas fortunas en la cesta de mimbre de la playa.

Cuando ya daba todo por perdido, cuando me resignaba otro verano más a la zozobra de la entrepierna, encontré la luz. Un folleto de sol y playa apareció como un libro revelado en mitad de las páginas del diario. Allí estaba: ¡todo incluido! Desayuno, comida, cena, playa con derecho a hamaca, refrigerio en la piscina, refrescos, barra libre de bebidas alcohólicas (de segunda marca). Otro día me explayaré en las excelencias de esta bendición del all-inclused. Hoy solo deseo disfrutar de la tranquilidad. Llegó el descanso a mis bolsillos. Mis manos han recuperado el pulso. Libres al fin para agitar algo más carnal que la billetera.

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