Análisis

El 'blues' del éxito

Las últimas noticias de Houston (y la deriva cavernosa de su extraordinaria voz) hacían fabular con que superaría triunfos y tribulaciones pasados para adentrarse en la madurez con la dignidad del vaquero crepuscular

El canto del cisne de la superestrella de pop negro Rick James fue en 2004 una balada de ritmo fatigado llamada Taste en la que el autor de Superfreak (gran éxito de principios de los ochenta) justificaba su historia de excesos: una sexualidad desbocada, cocaína a raudales y aquellos dos años en prisión para cumplir una condena por atacar a dos mujeres. James fue hallado sin vida en su casa de Los Ángeles poco después. Tenía 56 años.

La historia guarda ciertas similitudes (partiendo de la obviedad; no hay dos desgracias iguales) con la de Whitney Houston, fallecida el ...

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El canto del cisne de la superestrella de pop negro Rick James fue en 2004 una balada de ritmo fatigado llamada Taste en la que el autor de Superfreak (gran éxito de principios de los ochenta) justificaba su historia de excesos: una sexualidad desbocada, cocaína a raudales y aquellos dos años en prisión para cumplir una condena por atacar a dos mujeres. James fue hallado sin vida en su casa de Los Ángeles poco después. Tenía 56 años.

La historia guarda ciertas similitudes (partiendo de la obviedad; no hay dos desgracias iguales) con la de Whitney Houston, fallecida el sábado en una habitación de hotel: éxito incontrolado a una edad demasiado temprana, una deriva existencial de pesadilla y el voraz escrutinio de un negocio, el de la música negra, en el que -quién sabe si porque su origen hay que buscarlo en una iglesia, entre himnos gospel- los desmanes gozan de menor reputación que en otros ámbitos, mas rockeros, o, por qué no, directamente más blancos.

James Brown, campeón del escándalo, solía disculparse diciendo que nada hizo él que no hubiera hecho antes Elvis. Y con ello quería dar a entender que las audiencias naturales del soul (que aúpan a sus artistas en las listas de rhythm&blues, antes de estar listos para dar el salto a los charts de pop y convertirse en entes ajenos) son menos comprensivas con las debilidades humanas de sus ídolos que, por ejemplo, los seguidores de Ozzy Osbourne, habituados a apuntar las demencias del astro en la lista de sus virtudes.

El patrón no es nuevo. Marvin Gaye, asesinado por su padre, fue también víctima de una sexualidad atormentada, mientras Gil Scott-Heron, voz de la conciencia de una generación, sucumbió a los mismos peligros del crack sobre los que alertaba en sus letras. Y si Michael Jackson fue dado por muerto por la bulímica industria del entretenimiento mucho antes de que los medicamentos se lo llevasen por delante, artistas como Lauryn Hill (cantante de The Fugees, retirada en la cúspide de su carrera) o el (aparentemente) renacido D’Angelo (que firmó un par de cumbres del soul de los noventa antes de desaparecer tras un tupido velo de alcoholismo, drogadicción y paranoia) vienen a servir de ejemplo de cantante de soul sobrepasado por el éxito.

Las últimas noticias de Houston (y la deriva cavernosa de su extraordinaria voz) hacían fabular con que superaría triunfos y tribulaciones pasados para adentrarse en la madurez con la dignidad del vaquero crepuscular, capaz de convertir las muescas de su revólver en pretextos para la sabiduría. Una vez más, no pudo ser.

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