Crítica:

Contrastes franceses

Un programa íntegramente francés compuso la sesión que la Orquesta de la Suisse Romande trajo a Valencia el miércoles. Se comenzó con Ravel y su Tombeau de Couperin, obra que, como tantas otras páginas suyas, deja siempre la duda sobre la superioridad de la versión original para piano o la orquestada por el propio compositor. En cualquier caso, y como nos hallábamos ante la segunda, bueno fue que se atendiera con cuidado a las sutilezas de colorido (donde el viento-madera tuvo un especial protagonismo), al juego tímbrico, al refinamiento sonoro. En el Preludio, los músicos suizos...

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Un programa íntegramente francés compuso la sesión que la Orquesta de la Suisse Romande trajo a Valencia el miércoles. Se comenzó con Ravel y su Tombeau de Couperin, obra que, como tantas otras páginas suyas, deja siempre la duda sobre la superioridad de la versión original para piano o la orquestada por el propio compositor. En cualquier caso, y como nos hallábamos ante la segunda, bueno fue que se atendiera con cuidado a las sutilezas de colorido (donde el viento-madera tuvo un especial protagonismo), al juego tímbrico, al refinamiento sonoro. En el Preludio, los músicos suizos hicieron una lectura vertiginosa y mágica. La nitidez estuvo presente desde este primer movimiento hasta el Rigodón final, en un marco de auténtica reverencia, por la claridad de líneas y el preciosismo en el detalle, hacia el gran músico del barroco francés que se homenajea en este Tombeau: François Couperin.

Orchestre de la Suisse Romande

Director: Marek Janowski. Violín solista: Boris Brovtsyn. Obras de Ravel, Chausson y Saint-Saëns. Palau de la Música. Valencia, 13 de abril de 2011.

Janowski y su agrupación continuaron proporcionando luminosidad y color a las dos obras que completaron la primera parte: el Poema para violín y orquesta, de Chausson y Tzigane, de Ravel. En la primera de ellas también hubo lugar para una atmósfera embrujadora y sensitiva. En la segunda, para los fantasmas de Bartók. En ambas, Boris Brotvsyn, como violín solista, demostró que el virtuosismo no tiene por qué ser, como tantas veces sucede, un mero castillo de fuegos artificiales. Habría que destacar el tono elegíaco que predominó en Chausson, acertadamente acompañado por la orquesta, y el misterioso y turbulento carácter impreso en el Tzigane (Gitano) de Ravel.

Tras el descanso, la Sinfonía núm.3 de Saint-Saëns. Se entró entonces en un universo muy distinto. Sería injusto afirmar que los franceses pueden pasar de la delicadeza más extrema al tremendismo más exagerado, pero algunos momentos de esta partitura proporcionarían base a tal afirmación. El movimiento final, por ejemplo, con órgano a todo trapo, piano a cuatro manos, trompetería y percusión en un clima de notoria pompa y vacuidad, poco tenía que ver con las obras anteriores e, incluso, con algunos momentos de esa misma sinfonía.

Por suerte, de regalo hicieron Schubert (el Intermezzo de Rosamunde): nada mejor para volver a una emoción tan contenida como intensa, a una transparencia límpida y a una clarísima belleza.

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