El nacionalismo se alía con el virus
Las vacunas son producto de la ciencia internacional, no propiedad de ningún país
Mientras en Europa andamos angustiados por si entramos o no en un grupo prioritario de vacunación, si nos va a llegar la de Pfizer o la de AstraZeneca y si podremos salvar la Semana Santa o el verano, mientras Bruselas se pelea con la Big Pharma por el retraso en las entregas o el incumplimiento de los contratos, y una vez demostrada la ineptitud de los países ricos para mirar siquiera un poco más allá de sus horizontes provincianos, un tercio de la población mundial se está viendo abandonada una vez más. O quizá la misma vez que siempre.
Muchos ciudadanos españoles creen realmen...
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Mientras en Europa andamos angustiados por si entramos o no en un grupo prioritario de vacunación, si nos va a llegar la de Pfizer o la de AstraZeneca y si podremos salvar la Semana Santa o el verano, mientras Bruselas se pelea con la Big Pharma por el retraso en las entregas o el incumplimiento de los contratos, y una vez demostrada la ineptitud de los países ricos para mirar siquiera un poco más allá de sus horizontes provincianos, un tercio de la población mundial se está viendo abandonada una vez más. O quizá la misma vez que siempre.
Muchos ciudadanos españoles creen realmente que las vacunas son su derecho personal, como si las hubieran descubierto y financiado ellos mismos. Si nos fiamos de los tabloides que lee la mayoría de los británicos, la vacuna de Oxford/AstraZeneca es propiedad de Su Majestad para beneficio exclusivo de sus súbditos. La pandemia ha generado una indigestión de nacionalismo en el mundo desarrollado, por si nos hiciera alguna falta. Revela con fino detalle la peor cara de la especie humana, su egoísmo, mezquindad y estrechez de miras. Una excelente estrategia para que solo sobrevivan los peores. Mientras los peores sean de los nuestros, nos parece genial.
Todo eso es muy viejo. Lo que hace peculiar la pandemia es que, en esta cuestión, el nacionalismo no solo resulta moralmente discutible, sino también un engorroso obstáculo para la salud pública mundial
El nacionalismo ha existido desde que nació la especie, o mucho antes, porque es una mera proyección de nuestro instinto de autoprotección más allá del radio personal, familiar y tribal, hasta alcanzar alguna frontera que alguien se inventó algún día y que ahora se considera sagrada y dotada de un sentido místico y pseudoreligioso que, desde luego, no se observa desde la Estación Espacial Internacional. Con la posible excepción de la muralla china. Todo eso es muy viejo. Lo que hace peculiar la pandemia es que, en esta cuestión, el nacionalismo no solo resulta moralmente discutible, sino también un engorroso obstáculo para la salud pública mundial.
“Pese al creciente número de opciones de vacunas, la capacidad de producción actual solo cubre una fracción de las necesidades globales”, escribe el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, en ‘Foreign Policy’. “Las vacunas son la mejor oportunidad de controlar la pandemia, a menos que los líderes sucumban al nacionalismo vacunal”. Las vacunas anticovid solo han sido posibles gracias a la colaboración científica internacional, de modo que ni la de AstraZeneca es británica, ni la de Pfizer es norteamericana, ni una futura vacuna de un laboratorio español será española. Son un bien generado por la ciencia, y la ciencia es internacional o no es.
Sin embargo, el 60% de las vacunas han sido adquiridas por los países ricos, que solo representamos el 16% de la población mundial. El mecanismo multilateral Covax, creado por la OMS para que las vacunas alcancen a todo el mundo, solo aspira a alcanzar al 20% de la población del mundo pobre a finales de este año, y le está costando Dios y ayuda conseguirlo. El nacionalismo vacunal es miope, erróneo y dañino, porque una pandemia no se resuelve sin una panvacunación. Muy mal.
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