Análisis

El futuro no cabe en cuatro años

La incapacidad de los políticos para pensar a más de una legislatura vista es un riesgo mundial

Fotografía de una persona fallecida por covid-19, el 4 de junio de 2020, en un cuarto de la Unidad de Terapia Intensiva del Hospital Posadas de Buenos Aires (Argentina).Juan Ignacio Roncoroni (EFE)

Supón que eres un astrofísico genial, descubres que el mundo se acabará dentro de cinco años y, como es tu obligación cívica, avisas de ello a tu Gobierno. Mal. Debiste decirle que se acabaría en cuatro, porque eso es lo que dura una legislatura y lo demás es futurismo de la bruja Lola para cualquier político. En el Ala oeste de la Casa Blanca, el presidente Bartlet regaña a su ayudante Charlie porque ahorra demasiado. “¿Pero no es lo que usted defiende que debemos hacer los ciudadanos?”, pregunta Charlie, y el presidente le responde: “Sí, pero cuando gobierne otro”. Esta ineptitud fisi...

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Supón que eres un astrofísico genial, descubres que el mundo se acabará dentro de cinco años y, como es tu obligación cívica, avisas de ello a tu Gobierno. Mal. Debiste decirle que se acabaría en cuatro, porque eso es lo que dura una legislatura y lo demás es futurismo de la bruja Lola para cualquier político. En el Ala oeste de la Casa Blanca, el presidente Bartlet regaña a su ayudante Charlie porque ahorra demasiado. “¿Pero no es lo que usted defiende que debemos hacer los ciudadanos?”, pregunta Charlie, y el presidente le responde: “Sí, pero cuando gobierne otro”. Esta ineptitud fisiológica de los políticos para atisbar el largo plazo es el obstáculo central que impide que los países democráticos –no hablemos ya de los demás—estemos preparados para una pandemia o cualquier otra catástrofe improbable pero devastadora. Hasta donde yo sé, la teoría política no ha resuelto este problema capital, más allá de reclamar unos confusos pactos de Estado que nunca parecen llegar.

Hace más de dos años que la Organización Mundial de la Salud (OMS) convocó a los mejores expertos y les encargó que identificaran los mayores riesgos para la salud pública a los que se enfrentaba el planeta. No se les escaparon el ébola, el SARS, el zika y la fiebre del Rift, pero su gran acierto fue seguramente predecir la “enfermedad X”: un agente infeccioso desconocido que saltaría de los animales a las personas, causaría un síndrome más letal que la gripe y se contagiaría con tanta o más eficacia que ella, un virus que se extendería por el mundo aprovechando la hiperconexión comercial y turística entre sus grandes ciudades y causaría un caos sanitario y socioeconómico. La enfermedad X. Hoy la llamamos covid-19.

Solemos decir que la pandemia era imprevisible, pero esto no es exacto. Es cierto que nadie sabía ni podía saber dónde surgiría, ni de qué animal vendría ni qué virus la causaría, pero que acabaría llegando una pandemia tarde o temprano era casi un dogma entre los virólogos. Y no desde hace dos años, como revela esa reunión de la OMS que he tomado de The Economist, sino desde mediados del siglo XX, por no decir desde la gripe española de 1918, que mató al doble de gente que la Primera Guerra Mundial que acabó justo ese mismo año. Nunca he oído a un científico dudar de la potencia devastadora de una pandemia que pille a la humanidad sin defensas. Son los Gobiernos quienes han persistido en ignorar esas evidencias con una tenacidad digna de mejor causa. En el siglo XX hubo tres grandes pandemias de gripe, lo que da una media de una pandemia cada 33 años. Eso son ocho legislaturas, que es lo que un político entiende no ya por ciencia ficción, sino por literatura fantástica. Seguiremos sin estar preparados para la próxima pandemia.

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