Las víctimas de siempre
Setenta millones de refugiados y desplazados se exponen a un virus contra el que no tienen ni agua
Las medidas estrictas de las que tanto nos quejamos los ciudadanos occidentales deben hacer mucha gracia a los refugiados. Quedarse en casa no es una opción para ellos, puesto que no tienen casa. Las estrecheces que hemos pasado nosotros para acceder a una cama de la UCI (unidad de cuidados intensivos) palidecen frente a la imposibilidad de tener siquiera un catre para dormir. Es un problema grave, porque hay 30 millones de refugiados en el mundo y otros 40 millones de desplazados dentro de las fronteras de su propio país. Todos huyen de la muerte y la miseria. Un campo de refugiados nunca ha ...
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Las medidas estrictas de las que tanto nos quejamos los ciudadanos occidentales deben hacer mucha gracia a los refugiados. Quedarse en casa no es una opción para ellos, puesto que no tienen casa. Las estrecheces que hemos pasado nosotros para acceder a una cama de la UCI (unidad de cuidados intensivos) palidecen frente a la imposibilidad de tener siquiera un catre para dormir. Es un problema grave, porque hay 30 millones de refugiados en el mundo y otros 40 millones de desplazados dentro de las fronteras de su propio país. Todos huyen de la muerte y la miseria. Un campo de refugiados nunca ha sido el lugar que un ciudadano occidental elegiría para vivir, pero tras estallar la pandemia lo va a ser menos que nunca.
Algunos campos del Egeo y Atenas están ahora mismo en cuarentena, que es justo lo que faltaba para acabar de hundir el desdichado estilo de vida de sus pobladores involuntarios. Los demás campos seguirán pronto ese ejemplo, detectarán infectados por el virus y echarán el cierre. Con los refugiados dentro, por supuesto. Y no es difícil predecir lo que ocurrirá si consideramos un dato frío y crudo: los campos de Myanmar que albergan a 850.000 rohinyá duplican la densidad humana del famoso barco Diamond Princess, en el que entró un turista infectado y contagió a 700 pasajeros en pocas semanas.
“Ni las medicinas ni las vacunas que esperamos los países ricos con ansiedad llegarán allí. Ese es el mundo que van a heredar nuestros hijos”
Los corresponsales de este diario nos informan de que en Moria, el mayor campo de refugiados de la Unión Europea, en la isla griega de Lesbos, es casi imposible seguir las recomendaciones más elementales para protegerse de la pandemia: lavarse las manos y guardar la distancia. En esa frontera oriental del mundo libre faltan agua, jabón y espacio para hacerlo. “Alá nos salvará del corona”, declara a The Economist un rohinyá procedente de Myanmar refugiado ahora en un campo de Bangladés. Recordemos que el ejército de Myanmar, la antigua Birmania, se ha empleado a fondo en asesinar en masa a los rohinyá y quemar sus poblados con la probable intención de exterminarlos, supongo.
Redondeando un poco, los refugiados reciben su comida de las ONG. De Asia a África y a las fronteras de Europa, los alimentos más básicos escasean, la harina llega mezclada con arena y las alubias tienen la consistencia geológica de la gravilla. Las colas para lavarse las manos superan a las de Doña Manolita en navidades, y no hablemos ya si uno tiene que ir al baño por cualquier urgencia. Cuando a un campo le llega el virus, lo que no es en absoluto infrecuente, las personas no tienen acceso a un servicio médico, y ni siquiera los hospitales de su país de acogida disponen de los recursos para atenderlos. Ni las medicinas ni las vacunas que esperamos los países ricos con ansiedad llegarán allí. Ese es el mundo que van a heredar nuestros hijos.
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