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Sídney: otra jornada improbable de los votantes chilenos en el continente oceánico

Una elección presidencial y un local de votación 800 kilómetros al sur de su casa. Ese es el viaje que hace una periodista para ir a votar al Consulado de Chile en Sídney, donde ya fue domingo y ganó Jara

Australia no está mal. Según el último ránking de U.S. News and World Report solo hay siete países con mejor calidad de vida que este y, cuando le preguntas a un australiano qué tal, este siempre responde: “Not bad”. Hasta esta mañana, a su ciudad más poblada parece esperarle un día normal.

Hace calor en Sídney. Aunque comparado con Chile, hace calor en casi todo Australia. Las torres corporativas de la ciudad están cerradas, hoy no se trabaja, menos acá, pero desde temprano comienzan a llegar algunas personas a una en particular. Es domingo y los 28 grados se sienten en la cara, incluso con viento, incluso a la sombra de los altos edificios del centro. Se parece al Paseo Ahumada, pero hecho con un poco más de esmero. Y dinero. Tiene edificios que rascan el cielo y a sus faldas las visten los centros comerciales y brillantes vitrinas con las ofertas de regalos para esta Navidad. Al caminar, aparecen con la misma frecuencia las cabinas telefónicas y los testigos de Jehová, hay al menos nueve McDonald ‘s, a los que les dicen “Maccas”, y cinco Burger King, aunque aquí se llaman Hungry Jack. Justo en la esquina de las calles Market y York hay una torre de 27 pisos de fachada de mármol, marcos de ventanas negros y está abierta. Allí, en el piso 15, está el consulado chileno.

A las 7:30 de la mañana, en el hall del primer piso, conversan tres hombres con acento chileno un tanto antiguo. Hay algo en ellos, no en lo que dicen, sino en su forma de hablar, algo es familiar. Uno lleva un bolso con una bandera de los aborígenes australianos y un paisaje de araucarias con Lautaro estampados. Llegó a Australia en 1988, se llama Carlos (70) y a su lado está José Luis, que tiene la misma edad y llegó el mismo año. A goteo la gente sigue llegando, algunos en buses y otros en el tranvía que se detiene a solo una cuadra. La nave se desliza y mezcla con los autos y edificios en una moderna versión de los trenes cuyos rieles solía limpiar con un chuzo Omar, el último del trío, cuando llegó en el 74. A ratos, Australia les parecía una extraña simulación con curiosas y pomposas sumas de dinero como salario. Tanto entonces como hoy, trabajar de forma normal parece ser la clave maestra de un videojuego cuando 25 dolis por hora es lo mínimo que puedes ganar.

Una mujer le dice a Omar que son 15 dólares. “Por el pastel de choclo”, aclara Carlos al ver mi cara de confusión. Otro hombre, pequeño y de la tercera edad, parece ocupado, viene y se va. Está vestido con pantalón de tela, camisa y terno azul marino, su credencial dice “Facilitador” y cada media hora, durante todo el día, alguien que llega a votar le va a decir “¡Flaco!”, con cariño y lo va a saludar.

Bloqueando el pasillo de los ascensores hay un mesón con tres mujeres coordinando el ingreso y dando el número de las mesas. En el amplio y moderno espacio de esta primera planta de siete metros de alto, a las 8 de la mañana brilla un árbol navideño de luces amarillas que llega a solo un metro del techo. Se abre formalmente el local de votación y las 30 personas que ya llegaron se acercan a pasos de hormiga con su pasaporte o carnet en mano. Una mujer de pelo, piel y ojos cafés arrastra un coche hacia adelante para ganar un mejor lugar, mira la hora en su teléfono, saca del coche a un bebé de pelo amarillo, piel blanca, ojos azules y le dice “hijo”. Mientras tanto, frente a la puerta giratoria de vidrio, por fuera, el pequeño poste del citófono se convirtió en el punto de selfies para los votantes por sus dos banderas nacionales alzadas a sus costados. Los colores y formas de los lienzos que a los chilenos nos hacen sentir endieciochados no logran responder ninguna de las dudas de los transeúntes que pasan por afuera preguntándose qué pasa. Gorros rojos y camisetas de la selección decoran los cuerpos de algunos y el estilo australiano de ropa suelta, sombrero, lentes de sol y espalda derecha, los de otros. Todos avanzan en la fila a hacer el trámite de hacer una raya en la papeleta.

Al mediodía los chilenos se quedan un rato conversando al costado de unos bloques sólidos de piedra que adornan la vereda frente al edificio del consulado. Allí, a nadie parece importarle que se hable de religión y de política mientras ven entrar por la mampara a sus compatriotas. Dos mujeres llevan tres horas instaladas vendiendo souvenirs como imanes para el refrigerador con banderas mapuches, chilenas, poleras del Colo Colo y hasta botellas de pisco Alto del Carmen a 65 dolis. Y otro emprendedor vende en el bloque del frente insignias de los equipos de fútbol de la primera división chilena.

Es domingo y está amaneciendo, pero ahora en Santiago. Allá son las 4 de la mañana y aquí las 6 de la tarde. Los surfistas comienzan a salirse del agua por miedo a los tiburones en la costa, cierran cafeterías y abren los bares. Toda hora después de esta, aunque no esté oscuro, en Australia ya es “de noche”. En el Ópera House, la banda Boy & Bear comienza a tocar con la gente expectante en los escalones, y en el consulado hay que empezar a contar con los vocales, apoderados y periodistas que se quedaron.

–¡Empezó el conteo de la mesa nueve! –alza la voz una de las apoderadas de mesa, mientras cruza uno de los pasillos.

“¡La mesa uno va a comenzar a contar sus votos!”, grita una. “¡La mesa cuatro comienza conteo…”, grita otra. Los primeros votos parecen racha de ases para Jeannette Jara y lo siguen cinco seguidos para José Antonio Kast. Tímidos aplausos del comando comunista avisan el término del conteo de la primera mesa. Las celebraciones toman más energía con el segundo y tercer triunfo, y así hasta llegar al último. Hoy, si de Sídney dependiera, la próxima presidenta de Chile sería Jeannette Jara, un resultado según expertos y encuestas, improbable en el país que nos dio la vida.

Hoy aquí ya fue domingo y hoy fue un día extraño. Mientras contábamos los votos, a solo siete kilómetros de nosotros, Bondi Beach se convirtió en una escena de crimen y una hasta ahora, una noticia en desarrollo. Lo cierto es que el protagonista fue el rojo y que la felicidad entre quienes disfrutábamos, ya sea del aire acondicionado o de los resultados, duró poco.

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