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¿Qué se juega este domingo?

Este 16 de noviembre no se define la supervivencia de la democracia ni el rumbo general del país, sino la arquitectura política de los próximos años

Separemos lo urgente de lo importante. Chile llega a estas elecciones sin el dramatismo que dominó los últimos años. Este domingo no se decide un giro radical en el rumbo del país. Lo que se juega es más sutil, pero no menos decisivo: la configuración del sistema político que deberá administrar el ciclo posterior al agotamiento del sueño chileno, aquel que nos llevó a creer que seríamos un país desarrollado en una fecha pasada que ya casi olvidamos, en un mundo marcado por tensiones geopolíticas y una derechización global que inevitablemente influye en nuestra política doméstica.

Para empezar, conviene despejar los fantasmas. No está en riesgo la democracia. Chile ha pasado recientemente por las pruebas más duras desde el retorno a la vida civil: estallido, pandemia, gobierno joven de izquierda, dos procesos constitucionales fallidos, intervenciones militares en la macrozona sur y en la frontera norte, proyectos complejos como la reforma de pensiones, el royalty y la entrada del Estado al litio, una política económica contractiva para contener la inflación y corregir el déficit fiscal y bullados casos de corrupción y abusos de poder. Pese a todo ello, no hubo rebrotes de la violencia social de 2019, no hubo disputas sobre la legitimidad del gobierno, no hubo llamados a saltarse la democracia. Las instituciones se mantuvieron en pie, y a pesar del barullo se consiguió un aterrizaje suave después de un período de alta tensión. La mejor prueba de esto es la frialdad que rodea las elecciones en curso. Este es un dato mayor que suele perderse en la discusión cotidiana. Chile absorbió los sobresaltos de la “crisis de los países de ingreso medio” sin sacrificar su paz social ni su estabilidad institucional.

El domingo próximo tampoco está en juego el rumbo general del país. Tras años de disonancia y malestar, se han consolidado consensos amplios sobre las prioridades nacionales: seguridad, crecimiento y servicios públicos eficaces. Ninguna candidatura relevante propone una refundación, ni de derechas ni de izquierdas: todas apuntan a los mismos objetivos, que son modestos. Hay diferencias, desde luego, pero son de énfasis más que de dirección.

El antiguo modelo chileno, que entre 1990 y 2014 ofreció movilidad social, estabilidad y expansión económica, llegó a su fin. Lo mismo las condiciones globales que lo hicieron posible. Pero ciertos valores fundamentales —previsibilidad y progreso gradual con base en un mix de Estado y mercado— siguen siendo ampliamente compartidos. Los chilenos quieren estabilidad sin inmovilismo, cambio sin sobresaltos, modernización sin aventuras. Entramos a una nueva normalidad.

El verdadero punto en disputa este domingo es otro: cómo quedará ordenado el tablero político para el ciclo que se abre. Es una elección que definirá hegemonías, identidades y correlaciones de fuerza, tanto en las izquierdas como en las derechas. De este orden dependerá la gobernabilidad de los próximos años.

En la izquierda el reordenamiento se había producido antes, pero ahora se consolida, lo que demuestra que no fue un fenómeno accidental o transitorio.

Desde La Moneda, Gabriel Boric empleó sus cartas para articular una coalición más amplia que la vieja Concertación, integrando sus restos con el Frente Amplio y con el Partido Comunista. Lo logró, pero con base en una nueva hegemonía interna. El eje histórico PS–PPD–DC –tras quedar rezagado el 2021 y perder la primaria oficialista-- cedió lugar al eje FA–PC, que expresa una sensibilidad generacional distinta y una lectura del país más marcada por la desconfianza en las élites tradicionales. Jeanette Jara —con su biografía ligada al mundo popular — encarna esta nueva etapa, con un discurso menos identitario y más orientado a las demandas socioeconómicas de las clases medias y los grupos menos favorecidos. Dicho de otro modo, la izquierda dio por clausurada su borrachera postmaterialista volcada a la transformación cultural, y “regresa a Reims” (para decirlo con Didier Eribon), con un relato más clásico que busca dar respuesta a las demandas de seguridad, ingresos, protección social y reconocimiento cotidiano del mundo popular.

En la otra vereda el reordenamiento es más complejo, pero va en la misma dirección. En los hechos han cristalizado tres derechas: la liberal y democrática de Chile Vamos, vinculada al legado de Sebastián Piñera; la derecha radical, más integrista e iliberal y fuertemente crítica a esa herencia, articulada en torno a José Antonio Kast; y una corriente ultra radical abiertamente nostálgica del pinochetismo representada en Johannes Kaiser.

Pero lo llamativo es el desplazamiento de la hegemonía. Así como hace una década fuimos testigos del agotamiento de la Concertación, ahora presenciamos el ocaso del “piñerismo” y de la derecha histórica. Es la misma tendencia, aunque en forma desfasada.

“Los dirigentes de la Concertación no han tenido los pantalones para defender su obra”, se viene reclamando por años desde la derecha tradicional, apoyada por un coro de concertacionistas nostálgicos. ¿Qué dirán ahora, cuando se confirme este domingo que también su obra —la de Piñera— ha sucumbido ante el radicalismo de Kast y Kaiser?

Si tanto en la izquierda como en la derecha las corrientes moderadas o de centro han sido desplazadas por versiones más radicales es porque algo está pasando en la cultura y la sociedad. No es simplemente por una falta de voluntad de los actores políticos, como lo sugieren interpretaciones explicaciones que combinan flojera intelectual y provincianismo. La tendencia está presente en todo el mundo, no solo en Chile. La inseguridad económica, la presión migratoria, el temor al desorden y la erosión de la confianza institucional alimentan en Chile los mismos impulsos que en Estados Unidos, Italia, Francia o Argentina, hacia liderazgos antiestablishment, identitarios y de orden.

La nueva distribución de fuerzas en el tablero político se pondrá de manifiesto en la elección presidencial, pero especialmente en la parlamentaria. Es muy probable que la representación de las derechas radicales suba exponencialmente. Chile lleva más de una década atrapado en un sistema de minorías estrechas, vetos cruzados y acuerdos frágiles. Lamentablemente, nada indica que esto vaya a ser corregido.

En síntesis, este domingo no se define la supervivencia de la democracia ni el rumbo general del país. Lo que define es la arquitectura política de los próximos años: qué izquierdas y qué derechas liderarán, qué tipo de acuerdos serán posibles, qué tensiones deberán administrarse, qué fracturas pueden —o no— ser reparadas, y qué plan de reformas podrá realmente implementarse.

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