Carlos Peña: “O recuperamos la democracia o le damos paso a la barbarie”
El rector de la Universidad Diego Portales reflexiona acerca de cómo los signos de una crisis global —la polarización, el crimen organizado, el populismo autoritario— tocan las puertas del país
El rector de la Universidad Diego Portales pertenece a una especie cada vez más rara en América Latina: la del intelectual público en sentido clásico, aquel que busca entender el mundo cruzando experiencias y saberes diversos. En su caso, el derecho, la filosofía y la sociología dialogan para pensar Chile. No es casual que defienda la Ilustración como quien busca proteger la llama de una vela en un ventarrón, ni que se le reconozca un espíritu enciclopedista: su biblioteca de veinte mil volúmenes lo delata.
Hubo un tiempo en que hombres y mujeres así ocupaban el centro de la vida pública, y eran seguidos con respeto y admiración a través de libros y periódicos. Hoy hay académicos y expertos de todo tipo. Pero esa estirpe, que sostenía el puente entre el pensamiento y la ciudadanía, se ha ido apagando. La plaza pública está tomada por voces más veloces, los influencers, y la palabra enciclopedista suena arcaica en una era donde cualquier pregunta encuentra respuesta en un teléfono “inteligente”. Y, sin embargo, la rareza de Peña sigue viva.
Su voz es una de las más escuchadas del país, y sus columnas en El Mercurio marcan el debate nacional. Habla de memoria, de modernización, de democracia y de liberalismo, pero todos esos caminos pasan por un mismo punto: el papel de la educación en la sociedad.
Durante años su mirada se limitó a Chile, pero los signos de una crisis global —la polarización, el crimen organizado, el populismo autoritario— ya tocan las puertas del país austral. Chile fue excepcional; tal vez ya no lo sea. Por eso, la mirada de Peña empieza a iluminar algo más que su propio país. El espejo chileno nos devuelve hasta cierto punto la imagen de todos.
Pregunta. ¿Hacia dónde apuntan las encuestas para las elecciones del domingo 16?
Respuesta. Todas las encuestas coinciden en que Jeannette Jara, candidata de la izquierda y el Partido Comunista, ocupará el primer lugar en la primera vuelta con aproximadamente 30% de los votos. Lo seguiría José Antonio Kast, el candidato del Partido Republicano. Esto es lo que se decía hasta hace unas semanas. Ahora se dice que Johannes Kaiser viene creciendo y podría dar una sorpresa. No lo creo. Pienso que Kast va a llegar a la segunda vuelta y que vamos a tener un enfrentamiento entre Jara por una parte y Kast por otra.
P. Un fuerte repunte de Kaiser podría reforzar las tendencias más extremas de la derecha dentro de Chile y traer un debilitamiento del centro político, incluso en la derecha. ¿Estamos ante una reacción producto de cinco años de frustraciones tras el estallido social? ¿Significa un agotamiento del gran ciclo político de 35 años de la Concertación?
R. Algo de eso hay. Pero ya la derecha había alcanzado el poder dos veces con Sebastián Piñera. Para dimensionar, en todo el siglo 20 nunca la derecha llegó al poder, salvo una vez con una minoría en el gobierno de Jorge Alessandri. De manera que el vuelco del electorado hacia posiciones de derecha o de centroderecha ya se había producido. En realidad, la gran anomalía de la reciente historia política de Chile fue el estallido que se produjo apenas 18 meses después de que el electorado había elegido a Piñera por segunda vez.
P. El cuento del oasis latinoamericano no resistió.
R. Exactamente. El despertar de esa fantasía fue el gran evento de la política chilena que dio origen luego al gobierno del Frente Amplio, ese sí sorpresivo y con aspiraciones de transformar el modelo de modernización que Chile traía.
P. ¿O sea que Boric no logró el cambio que su generación proponía?
R. En parte por impericia. Finalmente, pese a todo esto, el Gobierno de Boric logró sostenerse y desempeñarse, no con brillo, pero sí razonablemente gracias a los cuadros de la ex Concertación. De manera que lo que ahora vemos no es tanto un vuelco a la derecha como una disputa al interior de la derecha. Claro que esa derecha se ha radicalizado como consecuencia de dos fenómenos: una crisis de seguridad y otra de migración. En esto, Chile no es muy distinto al resto de la región.
P. Piñera, si uno lo ve fríamente, era un centroderecha que respetó el Estado de bienestar, a pesar de sus inclinaciones neoliberales. Kast y Kaiser van más a la derecha. Esa radicalización tendrá alguna expresión social.
R. En lo inmediato, las agendas de Kaiser y de Kast están centradas en la seguridad y en la cuestión migratoria, que es el otro problema que ha estado en el centro del debate. Es verdad que ambos tienen una agenda económica y social muy de derecha. Particularmente Kaiser, que más bien es libertario. Pero, si nos atenemos al discurso que han elaborado para esta elección, me parece que ellos se enfocarán en el control del orden público y la migración más que en las grandes transformaciones sobre las cuales en realidad no han anunciado demasiado, salvo las habituales de derecha, pero que no son de extrema derecha, como el afán de bajar la carga impositiva.
P. Le pregunto sobre esto porque usted habla de fisuras autoritarias en el discurso de Kast, un tema que hay que ver con preocupación.
R. El gran problema de la derecha hoy día es que ha tendido a una cultura iliberal en la democracia.
P. Hay gobiernos democráticamente electos que se vuelven regímenes iliberales. Hoy tienen en común el populismo que está presente en toda Latinoamérica de Argentina a México. ¿Ve riesgo de un deslizamiento populista en Chile que pueda alterar el orden institucional chileno?
R. Con el siguiente matiz para ser objetivos. El populismo entendido como esta ideología de fácil digestión, conforme a la cual el problema de las sociedades es una élite corrupta y un pueblo abusado –para el populismo de izquierda esa élite son los empresarios, para el de derecha, la casta política– ha estado presente en Chile hace ya algún tiempo. Hoy día está larvado, no es del todo explícito. ¿Podría traducirse en un desprecio hacia las instituciones, hacia la clase política? Sí. Podría, desde luego. Pero tal vez soy ingenuo en esta apreciación mía de que Chile sigue teniendo cultura institucional que podría contener ese tipo de deslices.
P. Las instituciones son tan fuertes como las personas que las lideran. Una vez que se descabeza una institución para llenarla con acólitos del líder, esa institución perderá cohesión, sustancia y autonomía. Es casi una ley universal como la gravedad. Lo estamos viendo en Estados Unidos de manera muy marcada. Entonces, ¿no está sobreestimando la institucionalidad chilena, que existe por tradición, pero que difícilmente sea invulnerable al populismo?
R. Los chilenos incurrimos a veces en el absurdo de creer que Chile es una excepción en prácticamente todo. Creo que las instituciones en Chile son más fuertes que en el resto de América Latina. No me refiero a un sentido puramente formal, sino a una cultura política institucional que aún subsiste y que podría contener esos anhelos iliberales que anidan en cierta derecha. Los países no se inclinan hacia el populismo gracias simplemente a un liderazgo carismático, autoritario. Se requiere de un contexto institucional. En Chile, ese contexto institucional todavía está relativamente firme y sano. Esto explica el fenómeno de que aquí tengamos a un presidente como Boric, quien es indudablemente de izquierda, pero que ha mostrado un legalismo a toda prueba y un compromiso con las instituciones que nunca ha roto, ni insinuado nunca romper. En el resto de América Latina, las fuerzas de izquierda maltratan a las instituciones. Y tenemos un Partido Comunista que, con todos sus defectos, ha sido siempre fuertemente institucional cuando ha habido democracia. La derecha, que en cambio sí surgió abrigada a la sombra de la dictadura, ha aprendido la lección. Me cuesta creer que pudiera plegarse a una tentativa populista en el sentido antiinstitucional de la expresión. Ojalá no me equivoque.
P. Líderes como un Bukele o un Milei, muy distintos entre sí pero también muy hábiles para mover sus agendas centradas en la seguridad y la economía, ¿estarían descartados en Chile?
R. Descarto del todo que pase en Chile algo así. Simplemente no es posible. En cambio, un cierto libertarianismo pudiera brotar en Chile en el mediano plazo, pero no con el afán, los modales o los afanes antiinstitucionales que uno puede observar en Argentina.
P. O sea, los chilenos son más sobrios.
R. Son más sobrios o más aburridos. Pero ser sobrios no quiere decir solamente ser contenidos en modales o en palabras. Quiere decir apego a ciertas prácticas sociales que no se está dispuesto a romper. Tengo razones para creer que Chile todavía tiene esa capacidad. No creo que la política dependa solamente de uno o dos liderazgos carismáticos. Es una mezcla de liderazgo y estructura. Y la estructura en Chile, creo yo, sigue impidiendo que agendas puramente individualistas florezcan sin límite.
P. Habla de un liderazgo populista y personalista.
R. Exactamente.
P. Las crisis de seguridad y de migración subyacen fuertemente en el atractivo que genera la derecha en estos días. En el caso chileno, ese anhelo, que presenta una fuerte base emocional, ¿es una reacción legítima al descontrol de la seguridad y de la migración o es una fantasía alimentada por el miedo y exacerbada políticamente?
R. La sociedad chilena no vive en una anomia generalizada ni en un desorden estructural. Eso ocurrió puntualmente en octubre de 2019 por razones distintas. La rebelión callejera y la suma de demandas dirigidas contra el Estado chileno habrían derribado las instituciones en cualquier otro país de la región, pero aquí se optó por encauzar el conflicto a través de un proceso constitucional. En ese debate se intentó imponer primero una agenda identitaria radical —similar a la del chavismo o a la de Bolivia y Ecuador— y luego una reforma conservadora centrada en los valores familiares. Ambas fueron rechazadas. Esos fracasos ocurrieron bajo un gobierno del Frente Amplio, de discurso generacionalmente radical y con amplia mayoría. Sin embargo, en lugar de imponer sus reformas, el gobierno eligió administrar con orden, estabilizar la economía y mejorar la seguridad. Estos problemas persisten, pero se han contenido. Por eso, el relato de que Chile está destrozado y sumido en el caos —difundido por la derecha— es, simplemente, falso.
P. Hay manipulación tendenciosa entonces.
R. Propia de la retórica y del debate político. Todos sabemos que efectivamente hay problemas migratorios y de delincuencia que hay que controlar, pero son muy menores cuando las comparamos con el resto de la región.
P. Los índices de criminalidad chilenos son envidiables.
R. Pero a la luz de la experiencia previa de Chile son dramáticos. Sirviéndose de ellos, se han cargado las tintas y los ánimos. Esto es parte del debate político, pero una vez que pasen las elecciones, es probable que esto vaya a volverse un tanto más cuerdo, incluso si gana Kast.
P. El estallido provocó una erupción social de inconformidades muy marcada y generó el panorama que ya usted describió. En ese sentido. ¿Hay ecos de ese malestar en la cultura política chilena de hoy que están siendo dirimidos en estas elecciones también o es algo que ya es historia?
R. El estallido tuvo múltiples causas. Una de ellas fue la paradoja del bienestar, aquella idea observada por Alexis de Tocqueville sobre la Revolución Francesa: las sociedades tienden a rebelarse cuando están mejor que nunca. A medida que mejoran las condiciones materiales, también crece la insatisfacción. Esa paradoja fue clave en lo ocurrido en Chile, junto con una modernización capitalista basada en la ilusión del crecimiento perpetuo, que prometía bienestar a cambio de esfuerzo constante. Esa modernización arrastraba fallas estructurales en los sistemas de salud y pensiones. La vejez y la enfermedad no eran asumidas como responsabilidades colectivas, sino enfrentadas de forma individualista, lo que generó un profundo malestar social.
¿Persisten hoy esas causas? En parte, sí. Algunos problemas de la modernización siguen vigentes, sobre todo en salud. En cambio, el modelo de pensiones fue aceptado y corregido con un pilar contributivo importante. El próximo gobierno deberá resolver los otros focos de descontento, aunque es poco probable que se repita un estallido similar. Podría haber protestas si gana la derecha, especialmente entre los jóvenes, pero no una movilización general.
P. Siendo tú un intelectual muy chileno, tienes el pulso preciso de esta sociedad. Pero quiero preguntarle por un fenómeno más global. ¿Si el miedo, la rabia, el asco son emociones centrales que motivan el voto en muchas partes, cómo puede una política racional competir con esa economía del resentimiento que está siendo muy rentabilizada en la política extremista de esta época?
R. Esa es la gran pregunta. Tienes toda la razón. Las instituciones de la vida democrática se erigen a contrapelo de las emociones. Este es el gran fenómeno. El desafío en una sociedad democrática es contener las emociones, racionalizarlas, domeñarlas y orientarlas. Es la tarea de la política democrática. Si los políticos no la asumen, la democracia va a fracasar y vamos a terminar envueltos en emociones.
P. Abundan los políticos que manejan las emociones de manera muy oportunista e irresponsable.
R. Esos son los hechos. Pero también es un hecho que los seres humanos funcionamos con un cierto sentido del deber. Tenemos que apelar al sentido de deber de las élites, porque si solo nos conformamos con constatar que la gente se mueve por emociones, constatar que hay políticos irresponsables que se dedican a estimularla, ¿qué estamos haciendo si no cruzarnos de brazos? El deber de los intelectuales y de las élites universitarias es apelar al sentido del deber y ejercerlo. Orientar a la sociedad mediante el discurso. De otra manera va a terminar ahogándonos en un marasmo de emociones. ¿Pero a dónde nos conduce eso?
P. ¿Qué cree usted?
R. Lo sabemos. Una política gobernada por emociones se llama fascismo. En cualquiera de sus modalidades de izquierda o de derecha. Esto ha ocurrido otras veces. La capa institucional de la sociedad, el ámbito civilizado con que interactuamos y nos comportamos, es muy delgada. Uno la rasga apenas y brota lo peor.
P. Así es.
R. Entonces, o hacemos esfuerzos por mantener las instituciones o nos resignamos a lo peor. Alguien dirá: eso es iluso. Bueno, en esta ilusión, en esta fantasía, descansa la democracia. La democracia es una excepción en la historia de los países.
P. De acuerdo.
R. Es un invento muy frágil y se sostiene con la voluntad y el sentido del deber de las pequeñas élites de minorías excelentes que quieran tener la razón.
P. Que quieran tener la razón basándose en la razón, supongo que quiere decir.
R. Sí, claro, por supuesto.
P. Hay minorías ahorita muy, muy poderosas que quieren tener la razón basándose en su poder.
R. Eso no es tener la razón, sino tener el poder.
P. ¿Nos podemos detener aquí un momento? En Estados Unidos, una élite tecnológica muy minoritaria domina la realidad a través de las redes y las tecnologías que todos usamos. Domina la institucionalidad y la política hasta cierto punto. Son una amenaza global.
R. Yo estoy plenamente de acuerdo. Entonces, o recuperamos la democracia o le damos paso a la barbarie.
P. Estos nuevos populismos son inseparables de liderazgos personalistas como el de Donald Trump, alguien que está forzando las instituciones todos los días. ¿Cómo ve a Trump?
R. En un párrafo de Introducción a la metafísica, de 1936, Heidegger profetiza el avance de la técnica en el mundo a un nivel prodigioso. Dice que llegará el día en que todo será instantaneidad y simultaneidad, y las masas se reunirán en grandes asambleas populares como en las redes sociales. Cuando eso ocurra, dice Heidegger, el boxeador regirá como el gran hombre de la nación. Estamos en ese momento. La imagen del boxeador, el guapo del barrio que impone su voluntad a punta de amenazas y desplantes, es Trump. Es lo que pasa cuando los prodigios de los grandes innovadores carecen de todo control, de toda reflexión ética o racionalidad por parte de las minorías intelectuales. Heidegger termina diciendo que cuando el boxeador rija como el gran hombre de la nación, entonces cruzarán este aquelarre, como fantasmas, las preguntas, ¿para qué, hacia dónde y después qué? Son las preguntas inevitables, digámoslo así, que subyacen en la cultura pública.
P. Volviendo a Chile y de cara a las elecciones del domingo 16, ¿qué debería estar realmente en debate y no lo está?
R. La línea invisible que debería separar las aguas es la que distingue la convicción liberal de la iliberal. La verdadera pregunta es si enfrentaremos los problemas actuales, por graves que sean, sin sacrificar un ápice de las instituciones propias de una democracia liberal, o si las tensionaremos al punto de ponerlas en riesgo. Esa es la cuestión que izquierda y derecha deberían responder. ¿No?
P. ¿Y no se está respondiendo?
R. Ni siquiera se está planteando. Pero todos sabemos que está ahí, subyacente en el debate entre las fuerzas políticas. Es la incógnita que plantea la presencia de una candidata comunista en la coalición de izquierda, y la misma que uno puede dirigir a Kaiser, Kast o Evelyn Matthei: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar para crear seguridad o contener la migración? ¿Pagaremos cualquier precio, como a veces se sugiere, o mantendremos como línea infranqueable el respeto por las instituciones de la democracia liberal? Esas son las preguntas que realmente importan.