Fernando Lolas, psiquiatra: “La gente identifica salud con felicidad total, y eso no existe”
De la soledad a los rótulos diagnósticos y las creencias populares, el académico de la Universidad de Chile examina las relaciones entre medicina, sociedad y cultura
Desentendido en apariencia de todo achaque propio de la edad, Fernando Lolas Stepke (Santiago de Chile, 76 años) sigue ejerciendo la docencia en la Universidad de Chile, de la cual fue vicerrector académico y director de la clínica psiquiátrica. Y sigue muy activo en términos generales, como informa con entusiasmo profesoral mientras conversa con EL PAIS en un departamento donde abundan los diplomas y despuntan los libros en los que participó en 2024: Perspectivas en bioética, ¿Hacia dónde vamos? y Cultura y obsesiones. Todo en un onceavo piso de la avenida Ricardo Lyon, en Providencia, el sector oriente de la capital.
Nombre inesquivable de la bioética, Lolas es el cuarto médico en ser miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua, además de integrante de la Academia de Medicina y director de los Anales del Instituto de Chile. Eso, sin olvidar su columna Día a día, que firma hace años en El Mercurio como Andrenio (personaje de su admirado Baltasar Gracián), ni su rol de consultor de la OMS en Ginebra, donde integra una comisión -el Technical Advisory Group on Social Connection- que estudia el aislamiento y la soledad. No por nada hay países, observa, que tienen ministerios de la Soledad, como Gran Bretaña y Japón. “Vamos a publicar próximamente un informe con sugerencias para los estados miembros sobre qué hacer”, cuenta. “Porque la soledad es un sentimiento, pero el aislamiento es una condición objetiva”.
Pregunta. ¿Qué ha encontrado la comisión?
Respuesta. Hay culturas que son más gregarias -la gente se reúne más, se toca- y otras que mantienen más distancias sociales. Entonces, se trata de sugerir indicaciones de políticas públicas que tomen en cuenta estas diferencias. Porque hay muchas diferencias en el acceso a ciertas posibilidades de interacción y en la forma en que eso se lleva a cabo. Y también hay formas tóxicas de conexión social, aunque no es una cosa tan sencilla de definir: algunas personas pueden sentirse solitarias, pero estar felices con esa condición. Pero la soledad no deseada, que es la que nos interesa por su matiz patológico, acorta la vida, influye negativamente en las enfermedades cardiovasculares, en la depresión, en la demencia.
P. Hoy son frecuentes en redes sociales unas breves encuestas que al cabo de contestadas entregan diagnósticos. ¿Cómo ve este fenómeno?
R. Y está la automedicación, también el mal uso de los términos diagnósticos. Observe, por ejemplo, que en la psiquiatría actual la palabra neurosis no existe: fue una categoría diagnóstica muy importante en otro sistema de clasificación, pero ha caído al lenguaje popular (uno dice, “eres un neurótico”). También la palabra bipolar, que se ha puesto de moda en TikTok y otras plataformas, donde aparecen rótulos diagnósticos no avalados por evidencia. Ahora, no digo que esto entrañe un peligro, pero la diferencia que hay entre la medicina académica y las creencias de la gente no sólo depende de la información, sino también de cómo se transmite. Porque quienes tenemos alguna formación en esta materia tendemos a despreciar las creencias populares, que a veces son muy acertadas.
P. ¿Siempre hubo muchos casos de TOC, TEA y TDAH, pero poco diagnóstico? ¿O hay sobrediagnóstico?
R. La situación es compleja por distintos motivos. Primero, el uso de rótulos diagnósticos va cambiando. Después de que el sistema de diagnóstico norteamericano despatologizó la homosexualidad, que antes se clasificaba como una enfermedad mental, el doctor [Robert] Spitzer contó que mientras estaban en San Francisco los expertos de la Asociación Psiquiátrica de EE UU había una manifestación gay afuera del hotel, y ahí decidieron despatologizarlo. O sea, la reacción de los expertos tiene que ver mucho con consideraciones sociales. En segundo lugar, los códigos que usamos en la clasificación de enfermedades adolecen a veces de falta de cobertura estadística. Algunos países figuran con excelentes sistemas de salud porque las estadísticas que tienen son muy malas.
Y tercero, muchas veces los agentes productivos -la industria farmacéutica, la industria electrónica y otras industrias, como la del wellness- tienen que crear una demanda, y al crear la demanda, tiene que crear la sensación. Por ejemplo, la industria farmacéutica creó un rótulo diagnóstico que no existía, el trastorno de pánico, antes llamado crisis de angustia: [el laboratorio] Ciba-Geigy había producido la imipramina, y tenían que indicarles a los médicos su uso. La industria farmacéutica entendió muy tempranamente que no debía dirigirse necesariamente al público general para vender sus productos, sino a los médicos, que eran los gatekeepers [filtradores] de la información. Luego, uno va al médico y le dice, “¿qué me va a recetar?”. Y si uno se va sin una receta se siente frustrado, piensa que no lo entendieron.
P. “Mis hijos y yo no somos neurotípicos, somos neurodivergentes”, me decía con cierta convicción una destacada académica. ¿Ve tomas de posición en este punto?
R. Hay una identidad ahí, y a partir de esa identidad específica es posible convertirse en un grupo social que demanda derechos. Luego, los grupos se convierten en mosaicos sociales, y cada uno dice que tiene derecho a ser tratados de tal o cual manera.
P. Usted ha definido la salud mental como “la capacidad de disponer de uno mismo para llegar a la plenitud de sus capacidades”. ¿Le gustaría llevar la discusión sobre el tema en otras direcciones?
R. Claro. O sea, no medicalizarla, porque la salud no es solamente un asunto de médicos, enfermeras y profesionales, sino un asunto personal. Cuando dirigía el programa de bioética de la OPS, nos preocupaba que la gente se empoderara: que supiera que la salud es algo individual de lo cual uno es responsable, y el Estado o el mercado solamente pueden producir medios para que usted construya su salud, pero no se la pueden dar. Por eso, está muy bien la idea de la salud como derecho, pero es compleja, porque mientras la gente no sienta que es su propia responsabilidad, todos vamos a ser...
P. … ¿Pacientes de alguien?
R. Sí. Y los pacientes se han vuelto muy impacientes, como lo vemos a diario en las agresiones que sufre el personal de salud, no sólo en Chile.
P. ¿Hay una omnipresencia de la expresión “salud mental”?
R. Cuando los periodistas hablan de salud mental, hablan de enfermedades: la salud mental es la angustia, la depresión, el estrés, es el déficit atencional, el trastorno obsesivo-compulsivo. En cambio, hablar en positivo es menos noticia. Yo creo que el término salud mental, que no agrega nada más que las dimensiones que no son físicas pero que son parte integral de las personas, es un pleonasmo. Porque, ¿qué significa salud mental sino salud a secas? Por otro lado, toda la psiquiatría académica se ha dirigido a buscar los fundamentos neurobiológicos de los trastornos, y ahí estamos: reconociendo que muchas veces ni la industria ni la psicoterapia son suficientes para hacer a la gente feliz, porque la gente identifica salud con felicidad total, y eso no existe.
P. En su libro Perspectivas en bioética [coescrito con Eduardo Rodríguez] se lee que “hoy las bioéticas son muchas”: que hay muchas definiciones y puntos de vista. ¿Qué implicancia tiene esto?
R. Este es el último libro que voy a publicar con bioética en el título, porque ya la palabra se ha desgastado. Tenemos en América Latina unos chiflados que la usan como una especie de talismán verbal que les permite decir las cosas más atroces y los proselitismos políticos más absurdos. Cuando yo era funcionario, definíamos la bioética como el uso del diálogo para formular y tal vez resolver los problemas que plantean la ciencia y la tecnología a la vida humana. Y si no se pueden resolver, al menos se los puede disolver en los intereses superiores de la convivencia.