Libertad y Desarrollo: de tanque de ideas a tanqueta ideológica
El instituto se transformó en una tanqueta ideológica de extrema derecha, dadas las formas de criticar el acuerdo previsional y a los partidos de centroderecha, pero también por sus contenidos más sustantivos sobre el ‘modelo’ chileno
Durante muchos años, el instituto Libertad y Desarrollo gozó de un cierto prestigio en Chile por su capacidad para alimentar con ideas políticas y técnicas (un término muy manoseado por estos días) el debate legislativo que protagonizó el partido Unión Demócrata Independiente (UDI). Ese rol fue especialmente notorio cuando su director era Cristián Larroulet, en una era en la que se gobernaba buscando acuerdos.
Desde hace algunos años (coincidentemente con el estallido social de 2019), este instituto ha seguido siendo relevante, pero habiendo perdido prestancia en su función: su pública alineación con los intereses de los principales grupos económicos, restándole autonomía intelectual y política a la asesoría legislativa, ha permitido incluso poner en duda la independencia de Libertad y Desarrollo respecto de sus financistas. Es así como el académico Hugo Herrera (quien de izquierda no tiene nada) ha duramente criticado en varias oportunidades a este instituto, alegando que su financiamiento es opaco: “¿Quién le paga a Libertad y Desarrollo y a sus ‘investigadores’? ¿Quién financia sus precarios productos? Una vez se lo pregunté a Luis Larraín, su director ejecutivo en ese entonces. No me supo responder, salvo dando una cifra (...) decía que cuenta con unos 800 donantes. ¿Por qué, sin embargo, no dicen quiénes son? ¿Por qué los ocultan?”
Estas preguntas son legítimas, sobre todo hoy, ya que durante la larguísima discusión legislativa sobre la reforma previsional (que recién, hace un puñado de días, se tradujo en un acuerdo entre los partidos de gobierno y de centroderecha en el Senado) se hizo evidente la ruptura entre la ortodoxia ideológica del instituto Libertad y Desarrollo y el pragmatismo político de la Unión Demócrata Independiente (y tras ella de los partidos Renovación Nacional y Evópoli). Es así como, para la directora Bettina Horst, “es una reforma compleja que incorpora componentes de reparto a nuestro sistema de pensiones y obliga a los trabajadores a un préstamo forzoso al Estado”. Por lo mismo —apunta— el acuerdo “técnicamente y políticamente es un mal proyecto”, una opinión muy distinta a la del gremialismo y sus socios de centroderecha, varios líderes empresariales relevantes (Juan Sutil y José Antonio Guzmán) y connotados economistas que no guardan sintonía con el Gobierno de Boric (desde Ignacio Briones hasta Harald Beyer, ambos ex ministros del presidente Sebastián Piñera).
El caso es muy interesante ya que refleja la tensión entre partidos de centroderecha y el nuevo guardián institucional de la ortodoxia. El pragmatismo de la UDI, que no es nuevo en la política chilena, se ejerce a partir de la reivindicación de autonomía del partido respecto de quienes son sus proveedores de ideas: es tal la ortodoxia de Libertad y Desarrollo que, al decir de quienes lo integran, la UDI habría incurrido en una forma de ruptura de la doxa (al permitir un financiamiento encubierto a un esquema de reparto en el acuerdo firmado, lo que ha sido negado en todos los tonos por los líderes gremialistas, y por la centroderecha en general).
Lo que se esconde detrás de esta ruptura dóxica entre un partido y Libertad y Desarrollo es la mutación de este instituto en una tanqueta ideológica (y ya no solo de ideas), casi guerrillera, recibiendo de lleno el impacto de la polarización de la vida política de las elites.
Para ser justos, este fenómeno también ha ocurrido en las izquierdas, aunque bajo otra arquitectura institucional. Los partidos de izquierdas también disponen de centros de estudio (cuya pobreza es franciscana), pero se encuentran tan íntimamente ligados a los partidos que no resultan imaginables formas intelectuales de disidencia en su interior. Distinto es el caso de intelectuales progresistas cuya función profesional es universitaria: es desde esas posiciones que lo esencial de la intelectualidad de izquierdas tomó una distancia sideral con los partidos de ese lado de la fuerza. Esta distancia mutó en abierta hostilidad con ocasión del estallido social, un fenómeno volcánico que puso en entredicho a cinco gobiernos de centroizquierda y al primer gobierno de Sebastián Piñera: no fueron 30 pesos, fueron 30 años, un eslogan alto en simplismo y retórica de marketing. En algún sentido, el problema de la ruptura de la doxa de izquierdas es peor, ya que…no hay claridad en qué consiste esa doxa, ni tampoco es evidente sostener que hay algún tipo de doxa intelectual en los intelectuales más radicalizados durante el estallido.
Todas estas cosas nos hablan de un país que, a diferencia de otros, no es tomado de rehén por los partidos más ultra (y por diputados y senadores que hacen defección ante cualquier tipo de acuerdo teniendo en la mira el interés personal ante las elecciones parlamentarias de fin de año que los lleva a hablar a su clientela de nicho). En la derecha, tan solo el partido ultra Republicanos critica el acuerdo alcanzado en nombre de la ortodoxia de la libertad individual, la fobia al Estado, la repulsa a cualquier tipo de política redistributiva y tantas otras cosas por el estilo. Pues bien, funcionalmente, el instituto Libertad y Desarrollo se transformó en una tanqueta ideológica de extrema derecha, dadas las formas de criticar el acuerdo y a los partidos de centroderecha (el activista paleolibertario Axel Kaiser llegó a afirmar que los partidos de Chile Vamos “merecen ser destrozados en las próximas elecciones por traidores”), pero también por sus contenidos más sustantivos sobre el “modelo” chileno.
Se trata de una reforma previsional difícil, en la que nadie ganó ni perdió con claridad. Lo que queda ahora por resolver es contener, al interior de los bloques y partidos de todo el espectro, formas de disidencia ante un acuerdo cuya tramitación, por más de diez años, tenía a todos muy cansados. Si de lo que se trataba era infligir al adversario una derrota política y cultural de proporciones, ¿cómo no constatar el irrealismo de las conductas que desconocen las correlaciones de fuerza en el Congreso, las que hacen imposible que ocurran victorias y derrotas categóricas?
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