Una novela soberbia
Gonzalo Contreras es talentoso a la hora de construir espacios y personajes en los que la tensión dramática es la nota dominante. Sin embargo, en ‘El verano y toda su ira’ la búsqueda de originalidad se vuelve a ratos tan evidente que los personajes terminan siendo caricaturas de sí mismos
Bobby Serna es un hombre de mediana edad que acaba de suicidarse, y las casi cuatrocientas páginas siguientes intentan explicar, por medio de una revisión de su vida, aquella dramática decisión. El verano y toda su ira (Seix Barral, 2025) narra la historia desde el punto de vista de Renato, su mejor amigo desde la adolescencia, de esos tan cercanos que terminan siendo parte de la familia. Esta nueva novela de Gonzalo Contreras no esquiva el bulto a las grandes preguntas: el amor, la muerte, la fidelidad, el sufrimiento, el sentido de la vida… Una novela repleta de diálogos profundos y a ratos pretenciosos, que reflexiona sobre el encuentro y que refleja cómo, a pesar de los esfuerzos por comunicarse, siempre es posible que aquello no suceda.
El clan Serna derrocha riqueza, belleza y, sobre todo, originalidad. Riqueza, debido a la fortuna que el patriarca amasó con su espíritu mercantil, lo que se traduce en una vida holgada y ociosa de sus descendientes; la belleza va de la mano de las cuatro hermanas que rodearon la vida de Bobby y encandilaron —sobre todo Vanessa y Moira, las mayores— a su amigo Renato. Y en cuanto a la originalidad, todo en esta familia quiere ser peculiar, insólito y estrafalario (como dice Vanessa: “¿La vida no consiste en buscarse problemas distintos a los del común de las personas, problemas más interesantes?”). Y para probarlo, el autor no escatima en recursos: el escandaloso adulterio de Pilar, la madre de los Serna; las aventuras trágicas de Vanessa, cuyos maridos despechados llegan al suicidio; la personalidad de Olga, la menor de las hermanas, que mantiene una relación incomprensible con una aparente monja… Pero quien llevaba la voz cantante en todo esto era Bobby, ese ausente alrededor del cual todo sucede.
Lector de Nietzsche y Schopenhauer, Bobby, el hermano del medio, era un espíritu desdeñoso, soberbio y altanero, cuya arrogancia y pedantería terminan volviéndolo una figura antipática al lector. Siempre mirando en menos a quienes lo rodeaban, vivió de la fortuna paterna y se dedicó a mostrarse como un ser maldito y desadaptado de su clase y su familia. Tras su muerte, se le encomienda a Renato organizar sus papeles, pero lejos de encontrar en ellos una filosofía elaborada y coherente, descubre “hojas sueltas en un pequeño jardín privado”. Esos fragmentos solo aumentan la imposibilidad de empatizar con la angustia que lo habría llevado a quitarse la vida, pues en sus escritos sigue buscando construir poco más que a un provocador ligero e ingenioso, que siempre navega en contra de lo común y lo establecido. Entre su calculada melancolía, su fanatismo por Nietzsche y su altanería, termina convertido en un personaje insoportable, de artificialidad y pose desmedida. Como dice Renato: no es más que un “pequeño cretino pedante y pomposo”.
La principal tensión amorosa de El verano y toda su ira es aquella que se desarrolla entre Moira y el narrador. Al comienzo de la novela, Moira Serna se nos presenta “sola, guapa, independiente”. Tras haberse conocido con Renato en los años ochenta —una tarde en que Bobby invitó a su amigo a su gran casa señorial a jugar pool—, ambos personajes tienen una trayectoria espejada: buscan el amor en relaciones que terminan mal, ya sea por tragedias o por simple fracaso; se desean pero sufren de un desencuentro permanente, y su lazo no se resuelve sino hasta la última página. Y si fue solo la falta de dinero de Renato lo que le impidió en el pasado escapar con ella —lo que explica, de paso, su constante búsqueda del éxito y el dolor con que vivió la pobreza juvenil—, el resto de las vidas de ambos se sucederá entre idas y vueltas entrecruzadas por un amor imposible y atormentado, y donde el sexo casual reflejará, también, la frustración por no poder comunicarse.
No cabe duda de que Gonzalo Contreras es talentoso a la hora de construir espacios y personajes en los que la tensión dramática es la nota dominante —aunque esas virtudes se vean opacadas por una edición que adolece de ripios, repeticiones y erratas—. Eso permite situar la acción en escenarios con carácter y dotar a sus personajes de rasgos propios —aunque no era necesaria tanta insistencia en que las hermanas Serna tenían largas y bellas piernas—. Sin embargo, la búsqueda de originalidad se vuelve a ratos tan evidente que los personajes terminan siendo caricaturas de sí mismos. Cuando charlan y actúan todo es tan afectado, tan jactancioso, tan ceremonioso, que llega a lo ridículo.
A pesar de sus problemas, la novela tiene momentos altos en que los temas de siempre logran rozar la belleza narrativa. Así, por ejemplo, en la historia del matrimonio de Renato con Irene —una mujer parecida a Moira y en quien el narrador pareciera haber encontrado cómo escapar de un destino inexorable—, el modo en que muestra las decisiones difíciles, la enfermedad y la soledad propia de la viudez se convierten en los puntos más altos y notables de una novela irregular. En el calvario de Irene, quien sufre un cáncer que la termina llevando a la muerte, están mucho mejor encarnadas las grandes cuestiones filosóficas sobre las que Bobby especuló queriendo parecer más inteligente que el resto. En lugar de esa pátina filosófica sobrepuesta de manera artificial en la boca del suicida nihilista, es en Irene, la difunta trágica, donde está encarnada la profundidad de una vida que reflexiona ante el destino que le tocó vivir, destino del cual se hace cargo con valentía y conciencia de sí.
El verano y toda su ira es una novela demasiado ambiciosa que no logra sortear con éxito sus propias exigencias. Con todo, a pesar de la soberbia de Bobby, que hace imposible seguirlo con empatía en su periplo angustiado y pesimista, todavía se encuentran rincones que reflejan, con profundidad y verdad, unos pocos fogonazos de belleza.
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