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Una farsa existencial

‘Mal de altura’ de Gonzalo Maier podría haber sido una novela de mayor alcance, pero su militancia demasiada comprometida con lo mínimo impide que despliegue todo el potencial que existía en la anécdota del profesor y su poderoso alumno

Gonzalo Maier en julio de 2019.
Gonzalo Maier en julio de 2019.CC / Richardmaikol

La sinopsis de Mal de altura parecía, de lejos, un giro en la estética del autor: el protagonista es un profesor que debe dictar clases de ética a un empresario condenado por delitos de corrupción y cohecho. Así, para un escritor que ha cultivado en sus libros lo anecdótico, lo mínimo, la digresión y el fragmento, estos ecos al Chile reciente podrían haber tenido como resultado una profunda alegoría sociológica de un país quebrado por los escándalos de cuello y corbata o por la penetración de un neoliberalismo que tiende a contaminarlo todo. Sin embargo, en esta nueva novela Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981) se inclina por la linealidad de un relato en extremo sencillo donde prima el desencanto y el cinismo de su protagonista, alrededor del cual no parece suceder nada demasiado significativo ni, incluso, digno de atención.

No obstante, como en toda la obra de Maier —y a diferencia de gran parte de la narrativa chilena, acostumbrada a lo serio, grave y profundo—, el humor juega aquí un papel fundamental. No es un humor estridente de risotada fácil, sino una ironía sutil que empapa toda la trama y a sus personajes. El principal de ellos es Sócrates Saavedra, un profesor de filosofía (¡vaya oficio para un Sócrates!) que, luego de haber estudiado concienzudamente su doctorado en Alemania, hace clases de estética en una universidad capitalina ubicada en la cota mil de la precordillera. Allí recibirá el encargo de la decana, amiga suya desde antaño, de realizar un curso para Juan Agustín Echaurren, empresario portentoso que, luego de haber financiado durante décadas al sistema político de manera irregular junto con un antiguo socio, es condenado por un juez a asistir a clases de ética.

La relación con Echaurren rápidamente excede el vínculo entre profesor y alumno. Si en las primeras clases la conversación se limitaba a comentar los textos clásicos que se preguntaban por la virtud o la vida buena, la dinámica peripatética propuesta por Saavedra hace que se conviertan, si no en amigos, al menos en compinches obligados a sortear todo un semestre de conversaciones que van mucho más allá de la sala de clases. Comienzan saliendo a caminar por el descampado precordillerano vecino a la universidad, pero luego terminan frecuentando la casa del empresario o clubes de jazz con Amanda, amiga y vecina del profesor con el que este tiene una relación ambigua. Lo anterior, a su vez, cruzado por el reconocimiento de lo valioso que puede ser el ejercicio impuesto por el juez en una condena que tiene, qué duda cabe, tintes de ridículo: “Es una buena pregunta: cómo vale la pena vivir. O qué es la vida buena. Al menos a mí me parecía algo interesante de responder, una pregunta digna de dedicarle la vida entera, incluso”.

Saavedra podría haber sido un personaje de mayor interés, pero Maier se limita a mostrarlo como un hombre atravesado por el desencanto de una crisis de mediana edad: es decir, lidiando con una separación reciente y obligado a buscarle un nuevo rumbo a una vida plana y poco motivante. Los ideales intelectuales de la juventud quedaron atrás, y ahora se limita a cumplir con las obligaciones burocráticas de un trabajo universitario que no lo entusiasma ni toca una fibra especialmente significativa de su vida. El curso de ética, cuyos contenidos iban de Sócrates a Rawls (aunque prestándole particular atención a los estoicos, “en parte porque estaban de moda y, en parte, porque les encantaban a los empresarios con inclinaciones a bañarse con agua fría y despertar temprano”) parece pasarle por el lado al profesor encargado de dictarlo.

La metáfora del título alude a la enfermedad que acecha a algunos de quienes, por una preparación deficiente, apuro o simple azar, sufren dolores de cabeza, mareos o malestar general producto de la falta de oxígeno en altas altitudes. Son varias las lecturas posibles de dicho mal de altura en la novela: por un lado, el personaje de Echaurren tiene algo de Ícaro, quien, por haber querido tocar el sol, ha visto cómo se derriten sus alas de cera y se precipita con violencia desde lo más alto. El empresario se ha convertido en un personaje “marcado, apestado”, “un zombi bien vestido, con camisas y calcetines a la moda, que recién se animaba a salir de su oficina cuando todos se habían ido a sus casas y afuera ya estaba oscuro”. Sin embargo, la visita a la universidad de la precordillera le da un nuevo aire. Dejándose barba y dedicado a la contemplación de la naturaleza —en vez de a las pantallas de las transacciones bursátiles que ven jóvenes economistas en su oficina en el barrio El Golf—, reconoce de manera algo forzada la obligación que impone el conocimiento de las preguntas fundamentales: “Te puedes hacer el idiota, pero la ética, ya te digo, es una condena. Una maldición que ahora me persigue”. Asimismo, es posible diagnosticar el mal de altura en Saavedra, un personaje desorientado que no alcanza a dar cuerpo a una novela demasiado exigua en sus pretensiones ni vuelve al campamento base para reorientar su vida; queda, por tanto, en un espacio indefinido a medio camino del cinismo y del desengaño.

Con este nuevo título, Gonzalo Maier —quien además de este tercer libro en Random House ha publicado parte relevante de su obra en la prestigiosa editorial española Minúscula— vuelve sobre notas características de su narrativa. Podría haber sido una novela de mayor alcance, pero su militancia demasiada comprometida con lo mínimo impide que Mal de altura despliegue todo el potencial que existía en la anécdota del profesor y su poderoso alumno. Aunque allí, en ese minimalismo, resida parte de la estética más identificable de Maier, esta novela no parece del todo lograda.

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