¿Era depresión o capitalismo?

La idea de la salud mental no es anecdótica; es la disputa sobre qué entendemos por lo humano: consciencias con o sin conciencia. El riesgo es que la depresión se vuelva en sí misma capitalista, incluso en boca de sus más estridentes detractores

Un manifestante sostiene una bandera durante una protesta el 18 de octubre 2019, en Santiago (Chile).Alberto Valdes (EFE)

”No era depresión, era capitalismo”, se repetía durante el estallido social de 2019 en Chile. Ese año se habló mucho sobre salud mental, y hubo un lunes terrible en que tres personas se quitaron la vida en el metro y un titular en la prensa decía: “El dolor subterráneo”.

El escritor Mark Fisher, fallecido un par de años antes, había puesto a circular la idea de que la depresión era un asunto político. No era una idea para nada nueva; desde las disciplinas psi muchos venían señalando una sobremedicalización de la vida. Como el psiquiatra Allen Frances, quien dirigió una versión del DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), ya en 2014 advertía sobre la expansión diagnóstica y la tendencia a convertir en patología los problemas cotidianos. Pero la crítica a la privatización del dolor psíquico despegó esos años con Fisher; quizás porque no hablaba la lengua de los terapeutas, sino una más expansiva, la de la crítica cultural. Era una idea que tenía más vuelo que curarse con una pastilla y seguramente el solo hecho de sentirse parte de algo —que lo personal fuese político — era ya algo de la cura misma: descansar de uno mismo (aunque suela recomendarse lo contrario) puede ayudar a salir del solipsismo depresivo y la hiperalerta angustiosa.

Pero como todo fenómeno cultural, los efectos no son unidireccionales; fharmakon significa remedio y veneno a la vez. Y una idea, cuando se congela, cuando se repite como fórmula, también se convierte en un sedante. O estimulante, según convenga.

La revolución farmacológica en la década de los cincuenta tuvo la virtud de vaciar los manicomios, y la industria avanzó, con los llamados tranquilizantes menores, hacia las personas sin grandes patologías. Reacciones depresivas, madres agobiadas, estudiantes ansiosos podían ser ayudados. El entusiasmo cambió la práctica psiquiátrica, se renunció cada vez más a la clínica psicopatológica y a la comprensión de los mecanismos del malestar, orientando la práctica hacia síntomas visibles y estandarizables. Las disciplinas psi que adherían al modelo, podían al fin conseguir el anhelado reconocimiento científico. Pero fue recién en los noventa, cuando aparecieron nuevos fármacos que prometían “estar mejor que mejor” y menos efectos secundarios, que entonces la depresión se convertiría en “el resfriado común de la psiquiatría”. En esos años un artista famoso afirmaba en un late show norteamericano que con Prozac creaba mejor.

Chile no quedó atrás. La antropóloga Clara Han, en su estudio etnográfico La vida en deuda: tiempos de cuidado y violencia en el Chile neoliberal, describe ese salto en el retorno a la democracia. Se adoptaron los estándares internacionales, se expandió la cobertura, los diagnósticos se homogenizaron, y de la psiquiatría comunitaria no se quería saber mucho por ser considerada muy ideologizada. Concluye en su investigación que el modelo estaba lejos de reparar y contener las huellas y los lazos rotos en la postdictadura. Una de las médicas a cargo del Programa Nacional de Depresión le confiesa a Han: “El programa es más un tranquilizante para el sistema de salud que para la población”.

Mi recuerdo es que quienes trabajábamos en el incipiente Programa Nacional de Depresión a comienzos de los 2000, hacíamos una trampa piadosa. A todas esas personas que, tal como denunció después un subsecretario —precisamente en 2019— iban a hacer “vida social” al consultorio, a esos pacientes, llamados policonsultantes, los ingresábamos al programa aunque infláramos la cifra. Siempre podías encontrar un síntoma depresivo y era la única forma de que recibieran ayuda. Hasta ahí era estrategia, no creíamos que todos fueran depresivos. Pero algo fue cambiando con los años: los diagnósticos le ganaron a las preguntas y las pastillas a las palabras.

¿Era depresión o capitalismo? Era depresión y capitalismo. Que la salud mental se despolitizara, como casi todo, es lo que Fisher vino a recordar. Pero era también un lenguaje, o bien su empobrecimiento. El dolor psíquico era despojado de su faz existencial, de las preguntas y la responsabilidad por ellas; se volvía una verruga, algo ajeno a la persona y debía extirparse. El lenguaje para tratar los males existenciales se volvió mínimo. Era el lenguaje que traía el nuevo siglo: el de los ángeles. Y eso no lo advirtió Fisher a sus seguidores. Y la frase que aunó en el estallido, tampoco.

La depresión es química, pero no toda, también es política. Sin embargo, ello no quita que sea un asunto muy personal. Lo que cada quien haga con ella es lo que cuenta. Cuando se acusa a la dopamina o al capitalismo de un modo extraño, como si fuesen una persona indeseable que nada tiene que ver conmigo, aparece lo que podría llamarse capitalismo del yo: un yo que no quiere saber nada de sus condiciones de producción, en este caso, de sus pulsiones y contradicciones. Por más que Freud sea vapuleado —nunca le perdonaron recordarnos que nadie se conoce — su pregunta es totalmente vigente: ¿qué tiene que ver usted con el mal del cual se queja? Apela al narrador interno y su libertad, aquella que, por cierto, se desgasta con la negación de la política pero también con su exceso cuando despoja de la soledad necesaria para pensar por uno mismo. Esa interioridad, que algunos llaman mentalización, es la que protege de quedar volcados hacia afuera, desprotegidos ante las modas, los impulsos, los dolores externos pero también de los demonios que vienen de adentro.

Los ángeles no saben de sus duelos y rencores. Los ángeles no buscan crecer. ¿Lo que hoy llamamos salud mental tiene algo que ver con crecer? Tampoco es seguro que crecer siga importando en general.

Cada época tiene sus presentaciones sintomáticas y la forma importa. Hace algo más de una década se hablaba mucho de las personalidades límite, significaba estar entre un diagnóstico y otro, pues los síntomas eran tan erráticos como sus portadores. Esa incógnita se desplazó. Hoy se usa menos esa nomenclatura, pero las categorías diagnósticas se fragmentaron y multiplicaron. Ese desplazamiento oculta lo que precisamente insinuaba ese nombre: estar en el límite. ¿Entre qué y qué? Entre la infancia y la adultez, pensaba Gérard Pommier a comienzos de nuestro siglo. La capacidad de estar a solas, separarse sin melancolizarse (tanto) ni refugiarse en la paranoia, aceptar que las verdades son parciales y que nadie nos quiere tanto como para permitirnos ser unos idiotas, son todas operaciones psicológicas que nunca logramos definitivamente. Vamos y volvemos, pero que son necesarias para que el dolor no se vuelva autodestructivo. Y eso cuenta para una persona, como también para una sociedad que aspira a la vida democrática.

Hay algo más que los lenguajes estandarizados borran. Que el tránsito entre la niñez y la adultez es doloroso y que incluso la literatura ha descrito cómo en esa etapa a veces nos congelamos, nos cubrimos de máscaras, disfraces, damos rodeos para ser niños un poco más. Algunos ocultan el cuerpo, lo marcan con signos de tribus imaginarias para suplir la piel que cae antes que crezca una nueva. Otros se entristecen y otros se angustian. Porque volverse sexuado angustia. También asomarse al mundo y el deber de inventarse a un vida. Son tiempos difíciles para imaginar esas cosas, quizá siempre fue difícil, pero no es seguro que nuestras píldoras ayuden en lo profundo; aunque a veces sí sea necesario usarlas. Como tampoco esas otras píldoras que a veces vienen del activismo: caminos trazados y pieles ortopédicas y homogéneas para cerrar lo que aún tiene por crecer.

Fharmakon: la medicina también puede ser veneno.

Rosa María Olave, representante del Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (CRUCH) en la comisión que discutió el proyecto de ley de salud mental para la educación superior en Chile, advirtió que la primera propuesta corría no solo el riesgo de sobremedicalizar, sino también restarles agencia a los estudiantes en su acontecer y transformar a las universidades en centros de salud mental. Insiste que el énfasis debe estar en la convivencia antes que en las etiquetas. ¿Qué pasa con nuestros lazos? ¿Con la capacidad de resolver conflictos? Agregaría, ¿qué pasa con la vieja fórmula de buscar saber quién somos en el diálogo antes que en la identidad como rótulo?

La idea de la salud mental, hoy en boca de tantos, no es anecdótica es la disputa sobre qué entendemos por lo humano: consciencias con o sin conciencia. El riesgo es que la depresión se vuelva en sí misma capitalista, incluso en boca de sus más estridentes detractores.

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