Una bestia de lo más común

En la novela ‘El último neógrafo’ de Ignacio Álvarez parece haber una decisión que busca transmitir una cuestión fundamental: los malentendidos alrededor de la lengua pueden llevar a las peores catástrofes

Aspecto de un barrio en Valparaíso (Chile).senorcampesino (Getty Images)

Un silencioso hombre recién arribado a Valparaíso protagoniza El último neógrafo, la primera novela de Ignacio Álvarez, profesor de literatura de la Universidad de Chile. Lo de silencioso no es una exageración: culpándose por las consecuencias de hablar en exceso y habiendo huido de su hogar en la región de La Frontera, donde creció con un sacerdote misionero a quien su padre mapuche lo dejó encargado, Juan Marín llega al puerto con la obstinación de que ninguna palabra salga de su boca. A partir de ese mutismo, Álvarez elabora una novela donde las grandes preguntas giran alrededor del lenguaje: ¿se puede renunciar del todo al lenguaje verbal? ¿Puede simplificarse —como intentaron Bello o Sarmiento— la ortografía según las normas de la fonética? ¿Qué relación hay entre la política y las ideas que tenemos en torno al lenguaje?

El narrador despliega la historia de Juan Marín con gran habilidad. El relato va y vuelve del Valparaíso de la segunda mitad del siglo XIX a la costa sur del Pacífico, a las tierras de La Frontera, donde nació el protagonista de la novela. Hasta allá había llegado Stéphanie Lafforgue, una inmigrante europea que, luego de que naufragara el barco en el que se dirigía al sur del país, cae prisionera de los mapuche de la zona. De la relación de Lafforgue y Curín, el cacique de aquella región, nace Juan, quien al poco andar es regalado por su padre al presidente de la república para establecer una alianza de paz. El mandatario, a su vez, lo encarga al capuchino Clemente de Berk para que, criándolo como cristiano y enseñándole la lengua de la península, “sea araucano por la sangre y el color, pero chileno por sus gustos, opiniones, moral e intelecto”. Habiendo conocido la lengua francesa por su madre, el mapudungun por su padre, y el castellano y el alemán por el fraile que lo educó, Marín se convierte en un políglota y traductor capaz de intermediar entre las distintas culturas que allí se cruzaban. Sucede además que, por esos años, deambulaba por La Araucanía un misterioso francés —el Rei Aurelio o, como lo llaman en la novela, Orelí Antuán de Tunén— que decía ser el soberano de la región e intentaba convencer a los lugareños de seguirlo en su empeño de derrotar a los invasores españoles. Marín, testigo directo de este proyecto de caudillo y buscando evitar un derramamiento inútil de sangre de los suyos, se convierte en un traidor al advertir a los españoles de aquello que se gestaba en las tierras indígenas. He ahí la razón de que lo veamos llegar, silencioso y arrepentido, a Valparaíso.

El puerto parece ser la única alternativa que tiene Juan Marín para escapar de su pasado. Allí, refugiado en su curioso voto de mutismo, intenta pasar lo más desapercibido posible, responde a todo con mínimos gestos y señas, y logra sobrevivir entre los desplazados de la sociedad, otros invisibles como él. Su silencio —algo así como una radicalización del gesto del Bartleby melvilliano, quien ante toda demanda respondía que “preferiría no hacerlo”— no le impide comenzar a trabajar como encargado de la limpieza del Banco Ossa & Compañía en el plan de Valparaíso, donde se cruza con una sociedad secreta muy particular: los neógrafos. La doctrina de estos “aficionados a los idiomas” —abogan por una simplificación radical de la escritura, haciendo que a cada sonido le corresponda un grafema— sobrepasa con creces el campo puramente lingüístico y rebasa al de la política, y lleva a Marín a involucrarse, a la larga, en un atentado al banco en el que trabaja.

A pesar de sus conocimientos de idiomas —y, luego, del afán de los neógrafos por simplificar la escritura—, Juan Marín estará siempre cruzado por la dificultad de comunicarse. Ya sea porque su padre lo observa con distancia por su amplia cultura o porque sus camaradas burgueses lo consideren un “neógrafo en estado puro”, tratándolo como el buen salvaje de Rousseau, los criterios desde los que interpreta la realidad siempre chocarán con quienes lo rodean y, sobre todo, con la realidad misma. Donde él creía ver una ayuda para su pueblo, los otros ven traición; donde los neógrafos creían ver un plan subversivo perfecto, no hay sino crimen y muerte. Y, sobre todo, donde Juan Marín quisiera reconocer un atisbo de humanidad a la hora de confesar su crimen, la sociedad de Valparaíso no duda en colocar sobre él las más oprobiosas motivaciones que lo terminan por expulsar al reino de las bestias.

Por todo lo anterior, a El último neógrafo subyace una profunda reflexión sobre el lenguaje y sus límites. En su capa más superficial está la teoría que defienden los discípulos del Maestro, quienes promueven su doctrina por medio de la publicación de sus textos (partiendo por el Kurso general de neografía) y la “traducción” de obras clásicas a esta nueva escritura. Sin embargo, a la vez que dibuja con una justa dosis de humor esta secta que no ha cosechado ningún éxito (fuera de fichar a Marín), hay un nivel más profundo donde interroga el postulado de que el lenguaje sea “el kanserbero del pensamiento”, donde aquello que se nos ha heredado por medio del lenguaje y la cultura no sea sino una imposición a la que no hemos dado nuestra venia. Ante esta filosofía de aires anarquistas, Marín, que ha aprendido las lenguas que conoce por medio de su puesta en práctica, no puede sino sorprenderse: “Los idiomas que había aprendido se le habían ido pegando más a la lengua que a la mano, los había aprendido a lo bruto. No tuvo tiempo para pensar en su ortografía o su gramática: simplemente las usaba como corre el agua en los ríos, como sangran las heridas”.

Esta primera novela de Ignacio Álvarez, autor del genial libro de ensayos El curso que hice al revés (Laurel, 2022), muestra a un escritor que domina con brillantez el lenguaje narrativo y que es capaz de construir una trama que posee profundos ribetes filosóficos y antropológicos. Y aunque la escasez de referencias no permite dibujar un cuadro demasiado acabado del Valparaíso del siglo XIX —a fin de cuentas, el autor posee herramientas suficientes para elaborar un escenario más poblado de guiños que orienten al lector en la geografía narrativa—, en esa economía lingüística parece haber una decisión de aire borgeano que busca transmitir en El último neógrafo una cuestión fundamental: los malentendidos alrededor de la lengua pueden llevar a las peores catástrofes. Y al mismo tiempo, sin embargo, no hay nada que una historia bien contada sea incapaz de redimir.


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