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SEBASTIÁN PIÑERA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desde la orilla

Estoy al frente de donde cayó el helicóptero que piloteaba Sebastián Piñera. Muchos no podían creerlo: yo sí. Nunca fue adverso a los riesgos

Ciudadanos reunidos alrededor de la tenencia policial de lago Ranco, este martes.
Ciudadanos reunidos alrededor de la tenencia policial de lago Ranco, este martes.Cristian Soto Quiroz

Escribo desde el lago Ranco. Éste es un pequeño y sinuoso océano. Nadie sabe lo que pasa en la otra orilla. Estoy justamente al frente de donde ocurrió la caída del helicóptero que piloteaba Sebastián Piñera, lo que le costó la vida. Supe la noticia como todos, por las redes sociales. Muchos no podían creerlo: yo sí.

Por años, ha sido usual ver pasar su nave a baja altura por la ribera del lago. Todos sabíamos que arriba iba el ex presidente de Chile. Pero hoy no era cualquier día. Se había anunciado lluvia, después de varios días de calor. Se pronosticaba a las cuatro de la tarde, pero empezó antes, tipo dos y treinta. Fue un aluvión. El lago se borró tras un muro de agua. Por ello, cuando me comentaron que se había caído un helicóptero, de inmediato lo creí; y cuando me agregaron que se suponía que lo manejaba Piñera, más aún. Nunca fue adverso a los riesgos: más bien los buscaba para encararlos y dominarlos. Calculó que el clima le ofrecía una breve ventana, una tenue oportunidad, y despegó. Lo mismo hizo durante toda su vida, en todos los campos, y siempre salió airoso. No esta vez.

En 2011 publiqué un pequeño libro que trataba de encontrar el hilo explicativo de la conducta de Sebastián Piñera como figura pública y como presidente. Ahí daba cuenta de su portentosa inteligencia, de su inagotable curiosidad, de su porfiado tesón, de su impensada aptitud para forjar complicidades y crear equipos. Pero subrayaba ese afán competitivo que le torturaba cuando sentía que había dejado pasar una oportunidad, o cuando veía que otro la había aprovechado antes que él. Despreciaba la vacilación, la cautela, la especulación, el raciocinio inconducente. Amaba en cambio la acción, el peligro, la apuesta, la transgresión, el vértigo, la astucia. También la lealtad, en su sentido más profundo. Cuidó de sus padres y hermanos. Jamás abandonó a sus amigos. Y por encima de todo, con Cecilia crearon una familia formada por individualidades muy diversas y autónomas, en la cual la energía fue capaz de suplir el déficit de empatía.

No fui afín de Sebastián Piñera. Ni en lo profesional, ni en lo político. Tampoco en el plano personal: estoy muy lejos del carácter descrito. Sin embargo, de mi parte al menos, sentí hacia él un hilo de familiaridad y simpatía que me unía a su destino de un modo misterioso. No gocé con sus fracasos: me dolieron. No me reí de sus excesos: los sentí como propios. No me irritaba su espíritu competitivo: lo justificaba. En todo esto me parecía ver a ese niño que yo al menos fui, que se esforzaba por ganar el reconocimiento y cariño de los mayores superando las metas que le habían colocado.

Recuerdo una vez, almorzando con Patricio Aylwin y su esposa Leonor, solos los tres, en que salió el tema de las conductas de Piñera, algunas de las cuales le habían ganado la desconfianza de sus viejos amigos en la DC. Aylwin escuchaba echándose hacia atrás en su asiento. Riendo socarronamente contaba anécdotas de José, el padre de los Piñera. Y como si sus actuaciones fueran simples travesuras, afirmaba que seguía estimando a Sebastián, y que lo haría por siempre. Lo entendí perfectamente.

A pesar de estar políticamente en la otra orilla, mantuve siempre un vínculo con Piñera. Ya presidente, cada vez que nos veíamos frente a otras personas rememoraba cuando me invitó junto a un grupo de asesores –debe haber sido a fines de los años noventa—y yo aparecí con una presentación en power point en la que aseguraba que, por su condición de empresario, nunca sería elegido presidente. “Y aquí estoy”, agregaba riéndose y mostrando con orgullo las dependencias de La Moneda, la que sentía como su casa. En esos encuentros, él decía que quería saber mi visión, para lo cual tomaba su lápiz Bic y se aprestaba a tomar notas en su block. Eso duraba unos minutos, pues rápidamente me contradecía y exponía su propio parecer. Como ya conocía el mecanismo, me preparaba y lanzaba de entrada, en menos de cinco minutos, todo lo que le quería decir, sin anestesia. Me nacía naturalmente comportarme más como consultor, alguien que ofrece caminos, que como un analista que ofrece un diagnóstico.

El encuentro que tengo más grabado fue días después del estallido social de octubre de 2019. El centro de Santiago estaba vacío, como saliendo de una guerra. Entrar a La Moneda fue una odisea. En el palacio de Gobierno se veían muy pocos funcionarios. Los que había deambulaban como sonámbulos en los patios, protegiéndose del humo de las lacrimógenas. El presidente Piñera nos recibió en su oficina personal, no sin antes pasar por las gesticulaciones de rigor, que no calzaban con el dramatismo de la situación. Se le veía desconcertado, como un actor sin guion, pero no abatido. Dije rápidamente lo que había preparado, que incluía una visión muy sombría de su autoridad personal tras los dichos del general Iturriaga. Fui muy preciso en las recomendaciones. Las había chequeado previamente con Ricardo Lagos, quien me instó a ir a La Moneda y me indicó medidas muy concretas que a su juicio el presidente debía adoptar. Se las transmití, y él supo de inmediato de donde provenían. No reaccionó: estaba demasiado herido en su amor propio por no haber visto venir la ola que había explotado en su cara. Dado su carácter, era algo que lo enceguecía.

Cuando salí de La Moneda fui increpado por unos manifestantes, que me acusaban por los “30 años”, pero no pasó a mayores. Fue la última vez que estuve en privado con el presidente Piñera, a cuyo coraje y visión en esos días debemos la salvación de la democracia.

Su partida “nos conmueve y enluta como país”, señaló el presidente Gabriel Boric, quién destacó su contribución “a construir grandes acuerdos por el bien de la patria”.

En mi orilla del lago Ranco ya oscureció. Hace algunas horas, cuando su cuerpo llegó a tierra, los lugareños presentes entonaron espontáneamente el himno nacional. Es lo que merece Sebastián Piñera, quien puso toda la fuerza de su carácter, con sus luces y sus sombras, al servicio de Chile. Lo lloramos desde todas las orillas.

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