Opinión

Poder es querer

Si la cultura es la suma de todas las formas de arte y de pensamiento que, en el curso de los siglos, nos ha permitido ser menos esclavizados, ¿qué nos espera teniéndola por una ‘conselleria’ menor?

El presidente Quim Torra y la consejera Laura Borràs.Enric Fontcuberta (EFE)

Atrás queda aquel tiempo en el que el independentismo insistía en que los presos no eran moneda de cambio. Lo decían sí, pero nunca fue así. Ya Puigdemont puso como condición en su correspondencia a Rajoy en octubre de 2.017, antes de la declaración fallida de independencia, de la aplicación del 155 y de la detención de los miembros del govern que no se marcharon del país, que los Jordis salieran de la prisión preventiva a la que habían sido condenados por la juez Lamela por un presunto delito de sedición a causa de las protestas ante la sede de la conselleria de Economía. Fue los día...

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Atrás queda aquel tiempo en el que el independentismo insistía en que los presos no eran moneda de cambio. Lo decían sí, pero nunca fue así. Ya Puigdemont puso como condición en su correspondencia a Rajoy en octubre de 2.017, antes de la declaración fallida de independencia, de la aplicación del 155 y de la detención de los miembros del govern que no se marcharon del país, que los Jordis salieran de la prisión preventiva a la que habían sido condenados por la juez Lamela por un presunto delito de sedición a causa de las protestas ante la sede de la conselleria de Economía. Fue los días 19 y 20 de setiembre del mismo año.

La frase declarativa fue repitiéndose con la constancia de quienes saben controlar los rituales y su propaganda. Así, el eslogan prosperó durante la campaña electoral de diciembre de aquel año para movilizar a unos votantes que, a pesar de todo, se inclinaron un poco más por quienes se hicieron presentes desde el extranjero y eran jaleados que por quienes estaban obligados al silencio detrás de las rejas y eran llorados. Un comportamiento curioso de una parte de la ciudadanía que añade otro ingrediente social digno de ser estudiado al complejo asunto que nos invade. Es lo que ERC quiere revertir. Por eso la triple candidatura de su líder al que rinden homenaje próximo al culto. Puigdemont recoge el testigo y pone en jaque al que fue su partido con una opa implacable imponiendo a sus fieles que le dedican, agradecidos, una adoración sin condiciones. No parece pues que la aspirada república se conforme, por ahora, con un solo rey.

Por supuesto que esta lectura nunca será reconocida ni por ellos ni por los suyos porque el relato oficial pasa por otros conceptos también sabidos: internacionalizar la causa a través de las elecciones al Parlamento Europeo, forzar negociaciones con Madrid canalizando a través suyo el voto al Congreso y Senado y convertir Barcelona en la capital del independentismo sin la cual la secesión difícilmente podrá contar con el apoyo social imprescindible para no ser discutida. No hablo de la capitalidad republicana porque en esto también están los Comunes como han demostrado con sus iniciativas y comportamientos municipales en reiteradas ocasiones. Gestos muchos, acciones determinantes pocas.

Pero en esto consiste la política hoy en buena parte del universo: en predicar y no dar trigo. Lo vemos allí donde las convulsiones propias ponen en el centro de sus respectivas reivindicaciones grandes alegatos, simples argumentaciones, sobrados agravios y fuertes emociones. Lo verbaliza Trump, lo domina Putin y lo evidencia el Brexit. Por detrás, las redes sociales hacen su trabajo y whatsapp va camino de convertirse en el perejil de todas las salsas. Lo descubrimos en el Brasil de Bolsonaro, lo constatamos en la Andalucía de Vox y lo iremos viviendo en la Cataluña insumisa que tiene en su electorado de mayor edad y canas al creyente incondicional capaz de hacer suyos los sentimientos ajenos. Lógicos, por otra parte, en quienes más han vivido y sufrido. Por eso las mujeres ayer relegadas y hoy empoderadas lideran esta causa según detectan algunos trabajos demoscópicos cualitativos. El marketing político se ha puesto en marcha.

Todo este despliegue también tiene su coste. Uno es el que se ve, puede cuantificarse y se dibuja en la pérdida de fuerza del Govern que arrastra consigo el peligro de minimizar nuestras instituciones. Otro es el que se oculta detrás de las frecuentes cortinas de humo que se despliegan para intentar despistarnos. En este lado oscuro hace años que han colocado a la cultura. Y con ella a todo lo que tiene que ver, curiosa y paradójicamente, con la enseña del país. Identidad incluida.

La próxima marcha de Laura Borràs de la conselleria obligará al tercer relevo en año y medio al frente de tan importante negociado. Y con él, todo lo que representa para un sector que no ha superado el impacto negativo provocado por la crisis económica y la percepción ciudadana de que la pobreza cultural ha aumentado al ritmo de la económica sin que nadie lo haya paliado.

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Si la imagen habitual de instrumentalización de los cargos políticos a costa de los intereses electorales se proyecta sobre aquello que, en la muerte, continua siendo vida, en feliz expresión de André Malraux, nos veremos obligados a seguir sintiéndonos súbditos de quienes el independentismo pretende liberarnos. Porque, y volviendo al mitificado intelectual francés, si la cultura es la suma de todas las formas de arte, de amor y de pensamiento que, en el curso de los siglos, nos ha permitido ser menos esclavizados, ¿qué nos espera teniéndola por una conselleria menor? Seguramente seguir nominando películas en lengua castellana a los premios Gaudí, ver pasar de largo las mejores exposiciones y pintar pancartas reivindicativas con faltas de ortografía.

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