Opinión

Nombren a un presidente, y que sea Honorable

Hay que elegir a alquien que pueda entrar en cualquier sala de Palau, sentarse en el despacho presidencial, formar gobierno y representar a los catalanes con dignidad

El Palau de la Generalitat.Carles Ribas

Cataluña está agotada, furiosa, avergonzada, mareada, a punto de suicidarse o hasta las narices. Pueden escoger su estado de ánimo o añadir un nuevo adjetivo que lo defina mejor. Y no me hablen de los presos —tema doloroso que habrá que resolver—, porque ahora toca saber quién manda y gobierna en lo que más que un país parece un parque de atracciones. Vivimos la recta final de unos meses agotadores, en los que nos han presentado innumerables nombres —imposible recordarlos a todos— para la Presidencia de la Generalitat. Y lo que asusta es escuchar a muchos catalanes decir que, con tal de poder ...

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Cataluña está agotada, furiosa, avergonzada, mareada, a punto de suicidarse o hasta las narices. Pueden escoger su estado de ánimo o añadir un nuevo adjetivo que lo defina mejor. Y no me hablen de los presos —tema doloroso que habrá que resolver—, porque ahora toca saber quién manda y gobierna en lo que más que un país parece un parque de atracciones. Vivimos la recta final de unos meses agotadores, en los que nos han presentado innumerables nombres —imposible recordarlos a todos— para la Presidencia de la Generalitat. Y lo que asusta es escuchar a muchos catalanes decir que, con tal de poder gobernar y salir de la casa del terror, cualquier presidente nos vale. Aunque sea de barro, aunque sea un sofá, da igual que no tenga méritos para el cargo. Siento no estar de acuerdo. Creo que Cataluña y sus instituciones merecen un presidente de verdad.

Tras el camino andado (que seguimos sin saber a dónde nos lleva), gran parte de los ciudadanos de Cataluña, como nos llamó al llegar de su exilio el president Josep Tarradellas, padecemos vértigos crónicos. Necesitamos bajar de la noria política, dejar de dar vueltas envueltos en lazos amarillos o rojigualdas y conseguir desactivar el 155; volver, aunque sea provisionalmente, a la gobernabilidad. Sabemos todos, incluso los más creyentes independentistas o los nacionalistas de cualquier nueva rama ultraliberal, que Puigdemont no puede gobernar el país desde su cambiante exilio europeo. Solo puede, y consigue, hacer ruido y buscar el apoyo internacional. Sin embargo, su sombra acaba siempre por aparecer tras cualquier candidato, hombre o mujer, impidiendo tomar posesión a un político (y alguno habrá) suficientemente preparado.

Confieso que llevo días soñando que alguien aprieta el botón rojo de la noria —antes, todas las atracciones lo tenían— y nos dejan, finalmente, bajar. Cuando era pequeña, subida en el arcaico artefacto de los feriantes que aparecían en las fiestas de Castelldefels, pensaba que mucho peor que caer al vacío sería seguir para siempre en las alturas, sin avanzar hacia ninguna parte, meciéndome en la cestita.

Parece que ERC también ha creído que convocar nuevas elecciones, dándole una vuelta de tuerca más a esta insufrible rueda, no iba a ayudar a nadie, ni siquiera a los presos y sus familias. Los que siempre fueron de izquierdas y republicanos han reclamado, y se disponen a pactar, un nombre que pueda ser investido para gobernar. “Hasta aquí hemos llegado”, piensa una buena parte de los viejos o nuevos convergentes. Empieza a ser obvio que el soberanismo no va a querer jugar a la ruleta rusa y acabar pegándose un tiro en el pie. Sería lamentable, incluso ridículo. Si lo hacen, difícilmente ampliarán la base social independentista actual (unos dos millones de personas); lo más probable es acabar entregando más votos a Ciudadanos en las siguientes elecciones.

Mientras escribo estas líneas falta poco para un desenlace que llega envuelto en decisiones judiciales y declaraciones políticas a cual más interesada. En medio de tanto, tanto ruido, solo cabe esperar que la mayoría del Parlament, que es quien tiene esa responsabilidad, consiga nombrar una persona con experiencia y méritos para presidir el país. Alguien que pueda entrar en cualquier sala de Palau, sentarse en el despacho presidencial, formar gobierno (que no sea en la sombra) y representar a los catalanes con dignidad en Cataluña y fuera de ella. No sirven figuras de cera. Como decía Josep Tarradellas, “hay que gobernar con autoridad”. Bien es cierto que su gobierno duró poco, de 1977 a 1980, ya que los partidos catalanes de la transición —con Jordi Pujol a la cabeza del nacionalismo conservador— no aceptaron que liderara una candidatura conjunta en las primeras autonómicas de la democracia.

En esta encrucijada, cuando se han cumplido 40 años de la llegada de Tarradellas, es importante recordar a ese hombre de agudo sentido del humor y formas impecables. Tras 38 años de exilio, llegó en junio de 1977 a Barajas, dispuesto a recuperar la Generalitat. Salió del avión sonriente, de traje y corbata, dispuesto a hablar y pactar la restauración de la Generalitat con Adolfo Suárez, centrista y ex falangista (ése, sí). Lo consiguió, ante el asombro y la admiración de todos los españoles. La entrevista fue un desastre; a la salida, cuando los periodistas le preguntaron cómo había ido, el político catalán respondió: “Ha sido muy cordial, muy agradable”.

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No consiguió que, en el comunicado de su llegada a España, le presentaran como presidente de la Generalitat, pero aceptaron que su nombre fuera precedido por la palabra “Honorable”. Y todos los catalanes lo entendimos. Nos había devuelto Cataluña. Hagan el favor, nombren a un presidente, pero que sea Honorable.

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