Opinión

Desigualdades

Plantear la cuestión de la desigualdad estrictamente en términos económicos, de las rentas de las que dispone cada uno, no deja de ser una simplificación interesada. Hay que verla en todos sus frentes

La crisis de 2008 y sus secuelas han hecho emerger en Europa y Estados Unidos unos niveles de desigualdad que parecían propios de otras latitudes. Era un problema que parecía relegado a la fractura entre el Norte y el Sur y de pronto nos lo hemos encontrado en el seno de nuestras sociedades. Y ha saltado a los medios de comunicación. ¿Por qué incluso los periódicos más vinculados a la ortodoxia neoliberal han llevado esta cuestión a sus portadas con tonos no exentos de dramatismo? ¿Qué mensaje traslada este debate? ¿Y que esconde?

En el origen, una constatación, formulada por Thomas Pik...

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La crisis de 2008 y sus secuelas han hecho emerger en Europa y Estados Unidos unos niveles de desigualdad que parecían propios de otras latitudes. Era un problema que parecía relegado a la fractura entre el Norte y el Sur y de pronto nos lo hemos encontrado en el seno de nuestras sociedades. Y ha saltado a los medios de comunicación. ¿Por qué incluso los periódicos más vinculados a la ortodoxia neoliberal han llevado esta cuestión a sus portadas con tonos no exentos de dramatismo? ¿Qué mensaje traslada este debate? ¿Y que esconde?

En el origen, una constatación, formulada por Thomas Piketty: que la última mutación del capitalismo, de la hegemonía industrial a la financiera, pone la dominación en manos de una nueva aristocracia, en tanto que reduce el número de sus beneficiarios y refuerza la importancia del origen (la acumulación y la herencia) y en la medida en que el capital crece a un ritmo muy superior al de la economía productiva. Las exigencias de resultados cargan sobre la condición de los asalariados, conforme al gran mito ideológico de nuestro tiempo: la productividad (en otros momentos, se le llamaría sobreexplotación).

De estos hechos, se ha pasado a la constatación de un riesgo: la degradación de la situación política y social. La desigualdad es enormemente cara para un país, no solo porque cuesta dinero (en asistencia social) y se pierde talento, potencial humano y actividad económica, sino porque destruye las bases de la convivencia: el respeto y el reconocimiento mutuo. A partir de aquí las conclusiones difieren: unos temen la ruptura del status quo político (la crisis del bipartidismo sería el indicio) que ha ido estrechando cada vez más el espacio de lo posible (la sociedad de la indiferencia). Otros se preguntan si el nuevo capitalismo es compatible con la democracia y cuánto tiempo tardará en imponerse el autoritarismo posdemocrático.

Plantear la cuestión de la desigualdad estrictamente en términos económicos, de las rentas de las que dispone cada uno, no deja de ser una simplificación interesada. Por dos razones: porque debajo de la desigualdad económica queda oculta la desigualdad política de fondo, “las relaciones de subordinación, fundamentadas en la relación salarial” (Frédéric Lordon); y porque la desigualdad tiene muchas caras y enmascararlas en las diferencias de rentas es una reducción que desnaturaliza el problema. La igualdad no es un fin en sí mismo sino un instrumento para la realización de las personas. Como dice el filósofo Harry Frankfurt: “Cuando es moralmente importante esforzarse por la igualdad siempre es porque actuar así fomentará otros valores”. Estos valores —la idea que tengamos de la vida buena— deberían ser el factor referencial del debate. Por eso, hay que ver la desigualdad en todos sus frentes, que son muchos: desigualdad política, de clase, de género, de origen, de respeto, de atención, de derechos, de formación, de acceso a los instrumentos tecnológicos (el nuevo analfabetismo que puede generar una nueva dualidad social), y tantas otras.

Hay dos visiones del progreso: la que lo reduce a su dimensión económica y tecnológica (instalada hoy en el poder por la vía de los Estados corporativos) y la que lo contempla en términos de cambio en los equilibrios sociales hacia un bienestar más generalizado, potenciando la complejidad de lo humano más allá de la condición económica. Reducir las desigualdades es garantizar unas condiciones de vida digna a todas las personas. Y, en este sentido es un hito que Suiza vote en referéndum la renta básica universal el día 5 de junio. Pero esta no es sólo una cuestión económica, tiene que ver también con el respeto y el reconocimiento. La peor forma de desigualdad es la humillación. Y las humillaciones están al orden del día: violencia de género, abusos policiales, disposición de los empleados como si fueran propiedad del dueño, condiciones crediticias leoninas... Luchar contra el abuso de poder, contra la injusticia flagrante, es una forma de trabajar por la igualdad. La reducción del individuo a la condición de ciudadano Nif (competidor, contribuyente, consumidor) es condenarlo a la aceptación resignada de la subordinación, incompatible con la autonomía que requiere la condición de hombre libre. La igualdad es una cuestión política, no sólo económica, porque concierne a la libertad propia y a la de los demás.

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