Opinión

Porque somos la gente

La estrategia del Gobierno es asegurarse de que los ciudadanos no solo vean recortadas sus garantías de protesta, sino también su ánimo

“Porque somos la gente” es, ahora, la única manera de encarar el discurso. ¿Cómo escribir el último artículo del año? ¿Cómo encabezarlo? No con una petición, sino con una razón con que explicarnos ese conglomerado de angustia y de opresión, de compromiso y rabia, de indignación y hastío, que nos hace mirar a cualquier sitio para buscar el blanco del disparo, cada vez menos metafórico, encarnado en metralla verbal de las conversaciones a la menor oportunidad. Todo esto y mucho más es lo que tenemos entre manos apenas dos días antes de que acabe el 2013. Lo escribo porque el último artículo del ...

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“Porque somos la gente” es, ahora, la única manera de encarar el discurso. ¿Cómo escribir el último artículo del año? ¿Cómo encabezarlo? No con una petición, sino con una razón con que explicarnos ese conglomerado de angustia y de opresión, de compromiso y rabia, de indignación y hastío, que nos hace mirar a cualquier sitio para buscar el blanco del disparo, cada vez menos metafórico, encarnado en metralla verbal de las conversaciones a la menor oportunidad. Todo esto y mucho más es lo que tenemos entre manos apenas dos días antes de que acabe el 2013. Lo escribo porque el último artículo del año siempre tiene algo de balance, como de promesa de lo que no será, esa especie turbia de deseo que se sabe perdido. En esta tesitura, un posible tono discursivo es la negación: de todo y de todos, la destrucción telúrica de cualquier realidad, esa suerte de crítica esquinada que todo lo golpea y lo sacude, condenándolo todo a su derribo ético. Para este tipo de enfoque todo ha estado mal hecho: la Transición, por descontado, pero también la propia democracia, los sindicatos, los partidos políticos, el poder judicial, el parlamento, la prensa, la literatura, la música, el cine, las cadenas de supermercados y el viejo ultramarino de la esquina que ahora es regentado por sus chinos noctámbulos. Para este tipo de enfoque todo está podrido, y es sexista, y es machista, o terrorista, y corrupto, o vejatorio, y por eso ni siquiera se muestra partidario de reformar la Constitución, para qué, si lo que hay que hacer es reventarlo todo y prender fuego a nuestro sistema de convivencia, porque es precisamente eso, el sistema, su diana socorrida, su argumento de deforestación moral.

Este discurso, que podríamos llamar de “negación pasiva”, tiene esencialmente dos ventajas: la primera, que ante semejante situación suele resultar irrebatible, porque cada noticia, cada día, viene a confirmar que, efectivamente, la putrefacción general ética ya ha quemado nuestras reservas de energía; la segunda ventaja es que resulta una postura cómoda: como todo está echado a perder, para qué emplear tiempo en repararlo.

Hay gente que parece exhibir cierto regodeo en pronunciar frases como “si son todos iguales” o “tanto roban unos como otros”, como si eso les confirmara en su fe oscurantista, ratificada en cada titular y en la negación de cualquier conato de optimismo. En Andalucía, tras el escándalo de la UGT, ahora sabemos que la CEA, o sea la patronal, también se repartió, presuntamente, unos fondos análogos, transferidos por la Junta para la formación continua de los trabajadores y la ocupacional de los desempleados; y es como si estuviéramos esperando con el hacha encendida para verla caer, quizá porque sabemos, demasiado bien, que el temor ciudadano a la impunidad delictiva, ejercida desde los cargos de representación, no es ningún lugar común.

Pero esta “negación pasiva” se deja atrás los matices, y también varios logros colectivos que no merecen compartir castigo. Tengo la impresión de que parte de ese discurso fatalista, además de quedarse inmerso y bloqueado en su propia negación, acaba siendo cómplice del tenebrismo gubernamental. Tenemos, seguramente, el Gobierno que menos ha alentado a sus ciudadanos, para irlo hundiendo anímicamente con rodillos parlamentarios, leyes anacrónicas y pantallas de plasma. Es como si las medidas represivas de nuestras libertades, como la nueva Ley de Seguridad Ciudadana, lejos de movilizarnos para ocupar las calles pacíficamente, nos dejaran aún más noqueados que el recorte de nuestra sanidad universal, la educación pública o los derechos laborales. La estrategia del Gobierno, inmerso en el mayor escándalo de corrupción de nuestra democracia, parece sencilla: asegurarse de que los ciudadanos no solo vean recortadas sus garantías de protesta, sino también su ánimo, para acabar hundiéndose entre ellos en un fatalismo crónico. Necesitamos, entonces, un nuevo Prometeo que nos sepa infundir una esperanza: aunque sea ciega, aunque esté encadenada, para inflamar el grito visionario, para salir de nuevo a la calle con nuestro impulso de soberanía.

Joaquín Pérez Azaústre es escritor

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