Análisis

Agua clara

El autor cuestiona la decisión de la Generalitat de presentar un recurso ante el TSJC contra la decisión del organismo que creó para supervisar las operaciones

La adjudicación del servicio de provisión de agua Ter-Llobregat está suscitando un ruido considerable en la opinión pública. Hay que empezar diciendo que una parte de ese ruido responde a un hecho que en principio debiéramos considerar saludable: el que un órgano garante de la limpieza del proceso haya actuado de forma independiente, como corresponde a su misión y naturaleza. Creado por la Generalitat en 2011 en desarrollo de una directiva europea, el Órgano Administrativo de Recursos Contractuales de Cataluña (OARCC) ha dejado sin efecto una resolución del Gobierno que lo creó y que nombró a ...

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La adjudicación del servicio de provisión de agua Ter-Llobregat está suscitando un ruido considerable en la opinión pública. Hay que empezar diciendo que una parte de ese ruido responde a un hecho que en principio debiéramos considerar saludable: el que un órgano garante de la limpieza del proceso haya actuado de forma independiente, como corresponde a su misión y naturaleza. Creado por la Generalitat en 2011 en desarrollo de una directiva europea, el Órgano Administrativo de Recursos Contractuales de Cataluña (OARCC) ha dejado sin efecto una resolución del Gobierno que lo creó y que nombró a su responsable. Desgraciadamente, eso constituye, entre nosotros, una noticia de impacto, acostumbrados como estamos a episodios de interferencia y patrimonialización política de órganos de supervisión, agencias reguladoras y autoridades dotadas de un supuesto estatuto de independencia.

Menos claro resulta el comportamiento posterior del Ejecutivo catalán, anunciando la interposición de un recurso ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña contra la resolución de su propio órgano de garantías. La finalidad de crear en la Administración un mecanismo revisor de este tipo es agilizar la resolución de las reclamaciones y evitar en lo posible su judicialización, con los costes que esta tiene para las partes y para el mismo sistema judicial. Mal se sirve a esa finalidad si ante una discrepancia entre el órgano de contratación y el de garantía se opta por defender al primero y es el propio Ejecutivo el que —en una decisión que uno supondría reservada a casos excepcionales— recurre ante los tribunales. Para rizar el rizo, el recién nombrado consejero de Territorio afirmaba que “se trata de un litigio entre dos empresas y ahora el TSJC debe dar la razón a una de las partes”, como si su Gobierno, que acababa de anunciar su propio recurso, no fuera beligerante, y como si el pronunciamiento —ejecutivo y vinculante— del OARCC careciera de relevancia.

Más allá de la peripecia judicial del caso, que no ha hecho más que empezar y que se saldará, nos tememos, con coste adicional para los contribuyentes, conviene reflexionar sobre el alcance de una decisión de este tipo. Desde el Gobierno, la perspectiva dominante parece haber sido la de una venta de patrimonio. En palabras del consejero de Presidencia: “Si no llegamos a final de año, tenemos que vender cosas para no recortar más”. Pero el asunto no es del todo equiparable a la venta de un inmueble. Tratar como una mera transacción patrimonial, realizada bajo la presión del déficit y la tesorería, una decisión sobre el modo de gestión por 50 años de un servicio público esencial que afecta a un elevado porcentaje de los ciudadanos de Cataluña nos parece, cuando menos, arriesgado.

De entrada, sustituir la gestión directa de un servicio por la provisión a través del mercado —a lo que nada hay que objetar en principio— obliga, en garantía del interés general, a instalar en la Administración, especialmente cuando el servicio es complejo y la contraparte es un gigante empresarial, capacidades relevantes de dirección y control. Sería bueno que esas necesidades hubieran sido debidamente consideradas. Por otra parte, una operación así requiere de un alto grado de información. Hay en juego decisiones importantes que afectan, entre otros aspectos, a la calidad del servicio, a las inversiones previstas o a las tarifas que los usuarios deberán satisfacer. La ciudadanía tiene derecho a conocer cómo le afectará todo ello, y esta expectativa no resulta bien atendida por la documentación administrativa y técnica de los pliegos de condiciones y aún menos por una genérica apelación a las dificultades de la hacienda pública.

Sin duda, el durísimo contexto económico apremia a los gobiernos a moverse con rapidez para adoptar iniciativas a menudo trascendentes. Sin embargo, ese mismo contexto obliga también a velar de un modo especial por la limpieza y solidez de las decisiones. El proceso que comentamos da la impresión, cuando menos en su parte final, de que la urgencia financiera ha precipitado actuaciones discutibles que, hasta la fecha en que escribimos, no han tenido las explicaciones que requieren. Como en el agua, la transparencia es, cada vez más, en los tiempos que corren, un atributo de la buena administración.

Francisco Longo, Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de ESADE

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