La letra menuda del exilio español
Los que regresaron tras la muerte de Franco padecieron un cortocircuito, el de descubrir que ya no existía el país que dejaron atrás
Cualquiera de las imágenes que se conservan del paso fronterizo de Le Perthus a finales de febrero de 1939 puede servir para hacerse una idea de lo que significa el exilio. Por allí pasaron centenares de miles de españoles camino de Francia, sin tener ni idea de lo que les esperaba al otro lado, con s...
Cualquiera de las imágenes que se conservan del paso fronterizo de Le Perthus a finales de febrero de 1939 puede servir para hacerse una idea de lo que significa el exilio. Por allí pasaron centenares de miles de españoles camino de Francia, sin tener ni idea de lo que les esperaba al otro lado, con sus hatillos, sus maletas, unas mantas que los protegían del frío, sus cuatro cosas para inventarse de nuevo en un lugar desconocido. Dejaron atrás sus hogares, a familiares y amigos, el avance de las tropas franquistas los empujó a irse afuera, a tirar por la borda la vida que habían vivido hasta entonces. Fueron unas 465.000 personas las que buscaron refugio en Francia durante aquel aciago mes, la mitad eran civiles y la otra mitad, militares. Más adelante saldrían muchos más, una buena parte de ellos sin llevar gran cosa encima, hacinados en unos cuantos barcos. De los que se fueron al país vecino en febrero, unos 350.000 terminaron en campos de concentración. Agde, Amélie-les-Bains, Argelès-sur-Mer, Arles-sur-Tech, Le Barcarès, Bram, Brens, Gurs, Montolieu, Le Récébédou, Rieucros, Rivesaltes, Saint-Cyprien, Septfonds, Le Vernet-d’Ariège: no está de más repetir como una letanía estos nombres. Detrás de ellos hay unas cuantas tiendas de campaña, bajas temperaturas, cacerolas en las que hervir un puñado de legumbres, alambradas, golpes de los vigilantes y, por dentro, miedo y desasosiego e incertidumbre. A todos ellos, a los que pudieron sobrevivir —hacia julio habían muerto unos 15.000—, algo se les tuvo que remover por dentro el 20 de noviembre de 1975 cuando murió el dictador, Francisco Franco.
De los españoles que se fueron al país vecino en febrero de 1939, unos 350.000 terminaron en campos de concentración
No hay patrón que sirva para medir el exilio, cada uno fue distinto. El profesor José-Carlos Mainer recuerda en la pieza que hizo para una exposición que se ocupó de los republicanos que abandonaron España por la guerra lo que explicó en marzo de 1977 Adolfo Sánchez Vázquez. Tenía 26 años cuando llegó a México, estaba ya ensayando para convertirse en poeta, había militado en las Juventudes Socialistas Unificadas; el exilio terminó por convertirlo en un célebre catedrático de Filosofía y, en aquellos días en que España procuraba conquistar la democracia, escribe: “El exilio es un desgarrón que no acaba de desgarrarse, una herida que no cicatriza, una puerta que parece abrirse y que nunca se abre”. Dice también que supone estar “siempre en vilo, sin tocar tierra”. Murió Franco, muchos de los que salieron pudieron regresar —algunos lo fueron haciendo antes, a cuentagotas—, y se instalaron de nuevo en España. Pero estuvieron seguramente así, “sin tocar tierra”.
El país que se encontraron en nada se parecía al que habían abandonado durante la escapada unos 40 años atrás. Después de la muerte de Franco, fueron volviendo muchos españoles anónimos, y lo hicieron también algunos de los más conocidos. La democracia que se estaba construyendo les abrió las puertas, pero llevaban ya esa marca, la del exilio, y siguieron siendo de alguna forma unos extraños. Ni dentro ni fuera, tras salir se fueron haciendo a otros lugares y en ellos aprendieron a vivir, pero lo hicieron llevando siempre dentro la España que habían dejado atrás. En 1959, el poeta Emilio Prados le escribe a José Luis Cano, el crítico que fundó en 1947 la revista Ínsula, acaso el primer puente que conectó a los escritores que quedaron dentro con los que quedaron fuera: “Vivo en España, con, en, por, sin, sobre, tras, de España”.
Esa España que habían llevado dentro los que fueron forzados a salir no tenía nada que ver con la España que construyó y dejó como herencia el régimen franquista. El poeta Tomás Segovia cuenta en su libro Digo yo un detalle relevante: “Yo no fui al exilio, a mí me llevaron”. Era todavía un niño cuando terminó la guerra, así que lo que tenía por delante era el futuro, y por eso observa algo que no siempre se tiene en cuenta: “Escapábamos a las persecuciones o exclusiones que sufrían los derrotados en España”, escribe, “pero también al oscurantismo, el aislamiento y el embotamiento de la moral y la sensibilidad de los vencedores”. La victoria que trajo Franco tras la guerra significó exactamente eso, oscurantismo y embotamiento de la moral, y al empezar los años setenta la dictadura seguía siendo una dictadura por mucho que estuviera abandonando, por lo menos en parte, ese aislamiento que la empujó fuera del mundo y frente al que se protegió con ese manto de espinas que fue el nacionalcatolicismo.
Así que fueron regresando los exiliados, pero todos padecieron ese cortocircuito, esa extrañeza, la de descubrir que ya no existía la España que dejaron atrás, y tuvieron que ir encontrando acomodo en un país que, más allá de recibirlos con los brazos abiertos, les resultaba un tanto hostil, todavía pesaba demasiado el aire plomizo del régimen, sus servidumbres. Lo que sí tenían claro era un único horizonte, el propio Partido Comunista lo había adelantado en los cincuenta y así lo expresó en 1976 Salvador de Madariaga en su discurso de ingreso en la Real Academia Española —lo habían elegido en 1936—: la reconciliación. “Dije que vendría llorando y llorando estoy. No tengo más que una palabra: paz”. Esa fue la letra menuda que trajo el exilio, y sin la que iba a ser imposible construir una democracia.