El fin de la amistad entre dos mujeres
Raquel Congosto escribe una novela sobre una temática discretamente explorada: la del duelo por la ruptura de una relación amistosa. Se suma a ensayos, películas y memorias recientes que reflexionan sobre este afecto
Solo se rompen las cosas que importan. Me refiero a que la conciencia de que algo ha sido verdaderamente quebrado, pisoteado o hecho trizas llega a nosotros cuando lo que estamos a punto de perder es un bien preciado. No resulta raro, entonces, que uno de los conceptos predilectos de los teóricos de las relaciones y de las “nuevas maneras de amar” sea el duelo, hoy resignificado como una pérdida no solo mortal, sino también ligada a la ruptura amorosa y, sobre todo, a la desaparición de una amistad. Se duela la muerte y se duela el desprecio. Por eso siempre he pensado que en esto del “amar nu...
Solo se rompen las cosas que importan. Me refiero a que la conciencia de que algo ha sido verdaderamente quebrado, pisoteado o hecho trizas llega a nosotros cuando lo que estamos a punto de perder es un bien preciado. No resulta raro, entonces, que uno de los conceptos predilectos de los teóricos de las relaciones y de las “nuevas maneras de amar” sea el duelo, hoy resignificado como una pérdida no solo mortal, sino también ligada a la ruptura amorosa y, sobre todo, a la desaparición de una amistad. Se duela la muerte y se duela el desprecio. Por eso siempre he pensado que en esto del “amar nuevamente” había una trampa. Novísimo deseo, novísimo cariño y novísima pasión, sí, pero ¿qué pasa con el nuevo detestar? ¿Cómo pensamos las nuevas formas de odiarnos, para que la violencia no sea tanta, o para que el desencuentro no caiga en imposición o injusticia? ¿Se puede odiar bien? ¿Se puede detestar un poquito mejor? ¿Podemos des-enamorarnos, des-relacionarnos, rabiarnos, pelearnos, separarnos, repudiarnos de una manera un poco más calmada, manchada de una capa más ligera de rencor?
La autora disecciona ese vínculo que de la noche a la mañana se extingue sin grandes estallidos
Es que a mí me parece bien que las amistades acaben. Me parece sano, justo y bello que los vínculos de un cariño no sanguíneo puedan duelarse como cualquier otro. O al menos ese es el pensamiento que me asalta cuando cierro Amiga mía, de Raquel Congosto (Blackie Books), una novela breve de corte ernauxiano y escrita a dos tiempos: con una narración más lírica dirigida a un tú, casi epistolar; y con otra relatada en clave memorística, en la que el presente de la narradora y su maternidad lo ocupan todo. A través de frases limpias y veloces, Congosto expone con precisión el fin de una amistad entre dos mujeres: su relación larga, compleja, sus envidias, las pelusas de la casa que comparten y en la que aprendieron a ser adultas, los proyectos laborales inacabados, las tensiones irresolubles…, y así disecciona ese vínculo que de la noche a la mañana se extingue, sin grandes estallidos, sino con el fino goteo del desinterés, los roces y los malentendidos acumulados.
Congosto no dramatiza. Ella deja que el relato sencillo de un duelo se airee frente a nuestros ojos, como si las vidas contadas fueran cuerpos expuestos al polvo de lo cotidiano. En el resquebrajarse de esta relación no hay traición explícita —no hace falta—, ni tampoco gritos. Lo irónico del fin de ese amor es que, llegado un punto del libro, ni narradora ni lector seremos capaces de entender por qué algo tan valioso se ha terminado, aunque estaremos de acuerdo en que lo único posible y deseable era su extinción.
Amiga mía lleva a la práctica, así, aquella teoría que Sara Barquinero expuso en una columna de La Lectura: que enfadarse con alguien es fácil, pero que el problema con cualquier ruptura amistosa “es cuando la ira desaparece y emergen, sin permiso, detalles fútiles de la vida cotidiana en los que el otro jamás puede ser leído como enemigo, solo como un ser humano más, un ser humano que, por ejemplo, tenía problemas de coordinación, o te barrió las pelusas bajo la cama, o se presentó en tu casa de empalmada muy confusa después de un after”. Cuanto más insignificantes y alocados sean los recuerdos de esa que se ha ido —y, es curioso, porque tanto en el libro de Congosto como en la columna de Barquinero la pelusa de la otra se vuelve protagonista—, más doloroso resultará hacerse a la idea que esa persona ya no está contigo.
La valentía o la gracia del libro se debe no solo a su cuestión central, sino a lo que inteligentemente calla
Con todo, creo que la valentía o la gracia del libro de Raquel Congosto no se ciñe únicamente al hecho de poner en el centro una temática tan compleja y discretamente explorada —al menos como eje central del motor creativo—, sino también a lo que inteligentemente calla. En los últimos años, y especialmente en los últimos meses, han visto la luz ensayos, novelas, películas y memorias marcadas por este filosofar alrededor de lo amistoso: pienso, por ejemplo, en La pasión de los extraños (Galaxia Gutenberg), de Marina Garcés, en el que la filósofa no aborda la amistad como mero refugio emocional, sino como una pasión intermitente, o una experiencia de extrañeza que puede descentrarnos y cuestionarnos a la vez que nos sostiene; pienso también en el ensayo Amistad (Debate / Libros del Asteroide), de Jacobo Bergareche y Mariano Sigman, en el que, entre dudas y testimonios propios y ajenos, el español y el argentino no evitan jamás la incomodidad esencial que toda amistad plantea; y pienso en la antología (h)amor 9 amigas (Continta Me Tienes), con textos que van más allá del tópico de la “familia elegida” en la exploración de la diferencia de clase, de la tensión erótica o hasta de las adicciones. El otoño de 2025 trae dos obras que continuarán hurgando en la herida: Pequeño tratado sobre la amistad, de Joana D’Alessio (Tránsito) y La amiga que me dejó, de Nuria Labari (EnDebate).
Porque sólo se rompen las cosas que importan. Quizá está bien que así sea. La amistad es ese milagro que no sigue ninguna lógica: no está garantizada, no está protegida por institución alguna, no tiene límites, por lo que puede caducarse a su antojo. La amistad se construye en la conciencia de su desigualdad, y ahí radica su intensidad: en la posibilidad de desaparecer sin grandes razones, pero dejando en nosotros un cambio, una marca tan imborrable como la que Congosto dibuja en su protagonista. Cualquier lector se dará cuenta, pues, de que la narradora de Amiga mía vive con 3.300 azotes tatuados en el cuerpo. Los mismos que Quijote prometió dar a Sancho para salvar a Dulcinea del encantamiento. Recibir un azote —escribir un libro— como ritual imposible. Quizá no haya manera más generosa de entender la pérdida: entrega sin recompensa, gesto sin cálculo, último intento de quedarse un poco más cerca de las pelusas de quien ya no está. Y aunque ningún número de azotes ni de páginas podrá traer de vuelta a nuestra amiga, seguimos contando los rastros de ese afecto que alguna vez nos unió.
Amiga mía
Blackie Books, 2025
176 páginas, 14 euros