Kamel Daoud, escritor: “Una sociedad que oprime a las mujeres no puede ser feliz”
Crítico con el islamismo y exiliado en Francia tras ser blanco de una fatua en 2014, el autor publica ‘Huríes’, ganadora del último premio Goncourt. Su retrato de la Argelia de la guerra civil incomoda en todos los frentes
El argelino Kamel Daoud (Mostaganem, 1970) ha hecho de la literatura —y antes, del periodismo— un lugar de combate intelectual. Su reconocimiento llegó en 2013 con Meursault, caso revisado, una reescritura de El extranjero, de Albert Camus, desde la perspectiva del hermano del árabe anónimo asesinado por el narrador de la novela original. En su último libro, ...
El argelino Kamel Daoud (Mostaganem, 1970) ha hecho de la literatura —y antes, del periodismo— un lugar de combate intelectual. Su reconocimiento llegó en 2013 con Meursault, caso revisado, una reescritura de El extranjero, de Albert Camus, desde la perspectiva del hermano del árabe anónimo asesinado por el narrador de la novela original. En su último libro, Huríes (Cabaret Voltaire), ganador del premio Goncourt en 2024, Daoud da voz a Aube, una mujer marcada por la violencia de la guerra civil argelina, que entre 1992 y 2002 causó cerca de 200.000 muertos. Un islamista le cortó la garganta cuando era niña, dejándola muda. Ahora, embarazada, se dirige a la hija que lleva en su vientre sin saber aún si quiere darle vida o no. La novela aborda la condición de las mujeres en Argelia y el peso de los mitos religiosos, que Daoud considera un freno para su emancipación.
Su postura crítica respecto al islamismo le ha costado amenazas: en 2014, un imán salafista emitió una fatua contra él. En 2023, tras una década de persecución, Daoud se exilió en Francia. Eso no ha disipado las críticas, que le llegan desde varios frentes: el Gobierno argelino lo sigue presionando, algunas feministas lo acusan de paternalismo y voces poscoloniales le reprochan reforzar estereotipos sobre el retraso del mundo árabe. La última polémica: la denuncia de una mujer argelina, víctima de un atentado en los noventa (y antigua paciente de la mujer del autor, que es psiquiatra), que lo acusa de apropiarse de su historia sin su consentimiento para escribir Huríes. Impertérrito y preciso como un francotirador, Daoud nos recibió en la sede histórica de su editorial francesa, Gallimard, en el barrio parisino de Saint-Germain.
P. Su novela no puede publicarse en Argelia debido a la ley que prohíbe cualquier obra sobre la llamada década negra, cuando tuvo lugar la guerra civil. ¿Escribió el libro sabiendo que no sería leído en su país?
R. Sabía que sería leído, aunque fuera de manera clandestina. En Argelia, los libros prohibidos encuentran su camino, y el mío circula en versión pirateada. Desde que gané el Goncourt —y aún antes, cuando el libro ya había vendido 140.000 ejemplares en Francia— entendí que el régimen no me dejaría en paz.
P. ¿Es un libro escrito contra la censura, contra el tabú?
R. Ante todo, es un libro sobre la condición de las mujeres. Estoy convencido de que una sociedad que oprime a las mujeres no puede ser una sociedad feliz. Cuando llegué a Europa a los 26 años, me impactó ver a las mujeres caminar solas, vestirse como quisieran, besarse en público. Recuerdo una escena con mi hija, que tenía siete u ocho años cuando la llevé a Francia: “¡Aquí pueden ir en bicicleta!”. Ese comentario tan inocente me dejó helado. También quise recordar algo que a menudo se omite por miedo a ser culpado de islamofobia: el islamismo, como cualquier integrismo, mata. Y en Argelia mató a muchos. A diferencia de España, donde se optó por el olvido y la amnistía sin llegar a prohibir la memoria, en Argelia se hizo algo único en el mundo: una ley que impide hablar de esa guerra, que criminaliza la palabra.
P. Después de una guerra, ¿el silencio puede ser una solución o siempre acaba siendo un problema?
R. Mi libro nace de ese dilema moral: ¿para ser feliz tras una guerra hay que olvidar o hay que recordar para que no vuelva a ocurrir? No hay una respuesta correcta. Lo que sí sé es que el silencio impuesto ha tenido consecuencias graves. Éticamente, porque hay asesinos en libertad mientras a otros los encarcelan por robar un móvil. Y políticamente, porque los jóvenes argelinos —incluidos mis propios hijos— ya no se acuerdan de que esa guerra existió. Y eso ha permitido que los islamistas, beneficiados por la amnistía, se presenten hoy como actores políticos sin un pasado criminal.
P. La velocidad del olvido es vertiginosa, incluso en países que optaron por procesos de memoria.
R. Es normal. Los humanos siempre buscamos la felicidad, nunca los problemas. La guerra civil argelina fue una masacre inimaginable. Fue el Estado Islámico antes del Estado Islámico. Recuerdo cuando cubrí una matanza como periodista: no solo habían asesinado a hombres, mujeres y niños, sino también a perros, vacas, caballos, gatos… Todo lo que estaba vivo. La guerra civil es pura autodestrucción, un suicidio colectivo. Cuando acabó, muchos argelinos prefirieron olvidar. El problema es que, al no enfrentarnos a nuestro pasado, estamos condenados a repetirlo. El olvido parece la solución más fácil, pero al final todo vuelve.
P. Algunos intelectuales argelinos le han reprochado escribir sobre la guerra civil en lugar de la verdadera guerra, la de la independencia de Francia.
R. Sí, no solo tengo en contra a los islamistas, sino también a las voces del poscolonialismo. Para ellos, solo hubo una guerra: la de independencia. La guerra civil, para muchos, no cuenta. Es como si cuando un musulmán mata a otro musulmán no se considerase un crimen de verdad. Pero si un occidental mata a un musulmán, entonces sí lo es. Por eso los 250.000 muertos en Argelia no importaron a nadie, a pesar de estar solo a 20 minutos de Alicante y a dos horas de París. Casi nadie se movilizó para denunciar que nos estaban masacrando.
“Al no enfrentarnos a nuestro pasado, estamos condenados a repetirlo. El olvido parece la solución más fácil, pero al final todo vuelve”
P. Su protagonista lleva en sus cuerdas vocales las marcas de la guerra, como un estigma. ¿Qué huella dejó en usted el conflicto, que cubrió siendo un joven periodista?
R. Tal vez cierta frialdad. Es como si hubiera desconectado mis sensores. Hay pocas cosas que me afecten. Recuerdo perfectamente la primera vez que caminé sobre cadáveres. No grité como en las películas, empecé a cantar en mi cabeza. Luego pensé en una película. Con el tiempo entendí que era un mecanismo de defensa. Piensas en cualquier otra cosa para no pensar en lo que estás viendo. Y eso se quedó en mí. Ha alterado mi relación con la realidad, por decirlo de una manera filosófica. También me ha hecho desconfiar profundamente de quienes creen más en las ideas que en las personas. La pasión —sea política, religiosa o ideológica— muchas veces oculta un deseo de matar más que un deseo de comprender. Ya no confío. Nunca lo había dicho así, pero ya no creo en el ser humano: sé que es capaz de lo peor.
P. ¿Es incapaz de emocionarse?
R. No, aún me emociono cuando leo. Pero fuera de esos momentos, siempre estoy enfadado. Enfadado con los que mataron y con los que perdonaron. Enfadado con los que hoy me atacan mientras tienen asesinos justo al lado y no les dicen nada. Enfadado con quienes tratan de comprender el islamismo en lugar de condenarlo.
P. La novela traza un paralelismo entre la guerra y la fiesta del Eid al-Fitr, el fin del Ramadán.
R. Hay un eco entre ambas. El día del Eid, la gente degüella corderos en la calle, arroja los restos, la sangre corre por los valles. Durante el conflicto civil, muchos dejaron de sacrificarlos porque les evocaba las masacres. Es un símbolo: desde niño me obsesiona la historia de Abraham, que decide degollar a su hijo porque Dios se lo ordena como prueba de fe. Para mí, simboliza una sociedad que venera a sus ancestros y desprecia a sus hijos. En Europa, se habla del futuro, de ecología, de contaminación, del planeta que dejaremos a nuestros descendientes. En el llamado mundo árabe, solo nos preocupamos por lo que pensarán de nosotros nuestros ancestros.
P. La mujer y el cordero aparecen como figuras de sacrificio en su libro.
R. Sí, y como seres condenados al silencio... El cordero no grita al ser degollado, ¿qué va a decir? De la misma manera, la mujer es sacrificada en nombre de Dios: se la cubre, se la encierra, se le prohíbe reír o hablar alto, como ha sucedido en Afganistán estos últimos tiempos. Todo para purificar el mundo. Aube lo expresa en la novela: “A veces, los hombres matan a las bestias. A veces, las bestias matan a los hombres. Y a veces, cuando hombres y bestias se entienden, matan a las mujeres”. En las guerras, ellas siempre pagan el precio más alto.
P. ¿Qué soluciones plantea?
R. No es solo un problema del mundo árabe. Fíjese en el nuevo conservadurismo en EE UU... Cada vez que la humanidad atraviesa dificultades, eso se traduce en más control sobre las mujeres. Donde no se fomenta la lectura como vía de emancipación ni se entiende que existe un mundo más allá del lugar donde vivimos, aumenta el encierro mental. Y ese encierro es perjudicial para las mujeres, que son el eslabón más débil. A menor contacto con el exterior, mayor conservadurismo y más represión.
P. ¿Es un problema de educación, como se dice siempre?
R. En Argelia, los islamistas pidieron dos ministerios después de la guerra: Justicia y Educación. Desde los noventa controlan las dos áreas, además de la práctica totalidad de los medios de comunicación. Ahora quieren controlar la cultura: librerías, editoriales, imprentas... Y si ven la cultura como instrumento de dominación, será que es ahí donde se juega todo. Todos los fascistas comparten algo extraordinario: siempre son vanguardistas.
P. La novela transcurre en dos escenarios vecinos: un salón de belleza y una mezquita controlada por un aterrador imán.
R. Muchas mujeres en Argelia no terminan sus estudios, muchas veces por presión familiar o falta de recursos. Y, para ganarse la vida, abren peluquerías. Las hay por todas partes. En mi barrio de Orán, había una justo enfrente de una mezquita. Todos los días pasaba por allí y me hacía sonreír el contraste: de un lado, sermones en los se decía que las mujeres eran el diablo; del otro, carteles con modelos de labios voluminosos. Esos salones no son solo negocios, sino espacios de resistencia.
“Argelia no es realmente independiente: sigue obsesionada con Francia, como alguien que no ha superado a su ex”
P. ¿Representan esos dos grupos a las dos Argelias?
R. No. Solo hay una Argelia. La otra es una impostura. La Argelia que yo conocí es la de mi abuelo, un musulmán que rezaba pero nunca impuso nada a nadie. En cambio, quienes traen esas leyes y vestimentas no tienen nada que ver con nosotros.
P. Para usted, ¿los islamistas no son argelinos?
R. No. No creen en la nación, sino en la ummah, una comunidad transnacional. Por eso, en sus filas hay chechenos, sirios, marroquíes, tunecinos… Para ellos, la nación no tiene valor. Y esa es una de sus fortalezas.
P. Creció rodeado de mujeres. ¿Procede de ahí su defensa de su emancipación?
R. Tal vez. Me criaron mi abuela, mi tía y otras mujeres. Pero también fui muy machista, como todos los hombres. Traté a mis hermanas como si no valieran nada y a mi madre como una sirvienta. Me persigue un sentimiento de culpa. Con el tiempo entendí que un país que decide encerrar en casa a la mitad de su capacidad cerebral e intelectual está condenado a no avanzar. En el mundo árabe no tenemos una teoría de la felicidad, solo de la muerte y la decadencia. Nunca nos preguntamos cómo ser felices. ¿Que si soy feminista? Sí, por egoísmo: no puedo ser feliz si las mujeres no lo son.
P. Se le reprocha que sea universalista, que defienda la superioridad del modelo occidental.
R. Es algo que nunca se le perdona a un colonizado, me llaman traidor. Pero Argelia no es realmente independiente: sigue obsesionada con Francia, como alguien que no ha superado a su ex. No es una cuestión de superioridad, sino una elección. ¿Queremos vivir con esos valores, sean occidentales o no? Me da igual de dónde vengan esos valores, lo importante es lo que nos aportan. De hecho, Occidente no siempre los representa bien, a veces lo hace de la peor manera. Pero cuando un país del sur colapsa, la gente huye al norte. No es que sea el mejor modelo, es que es el único que tenemos. Los harragas [migrantes en situación irregular] que se dirigen a España me parecen más sinceros que ciertos intelectuales. Ellos tienen claro que el norte es la referencia. Los otros mienten.
P. ¿Aspira a olvidar la colonización, a dejar de analizarla de manera crítica?
R. No. Pero la memoria es un camino, no puede ser un lugar donde quedarse. La memoria es la casa de los muertos, no de los vivos. Tenemos un problema con el tiempo, como siempre sucede cuando se ha vivido un trauma. No queremos salir del bucle. El dolor, llegado a cierto punto, se convierte en un refugio.
P. Le hago esta pregunta porque suele usar el término “decolonial” con un matiz peyorativo.
R. Sí, lo asumo. He visto sus efectos en Argelia. Frantz Fanon ya lo entendió: el descolonizador puede convertirse en el nuevo colonizador. No quiero quedarme atrapado en el pasado. Estoy cansado de todo eso. No soy un guerrero, no soy un libertador, no soy un descolonizador. Soy un ser humano vivo. Los que murieron en la guerra lo hicieron para que hoy podamos vivir felices, no para imitarlos. Lucharon para que yo pudiera ganar el Goncourt, para que algún día un argelino gane un Nobel. Para que podamos bailar, emborracharnos y vestirnos como queramos, y no para que repitamos su destino...
P. Si no analizamos el pasado, no avanzamos. ¿No era uno de los mensajes de su novela?
R. Por supuesto, pero es que no estamos analizando el pasado, sino convirtiéndolo en un fetiche. Lo que se analiza no es el pasado, sino una imagen parcial e idealizada del mismo. El relato decolonial, que está muy mitificado, ha construido un final feliz que no se sostiene. Se acepta que tuvimos derecho a recurrir a la violencia para obtener la independencia. El problema es que ahora muchos creen que la única forma posible de crear una ruptura política es la violencia.
“La memoria es un camino, no puede ser un lugar donde quedarse. La memoria es la casa de los muertos, no de los vivos”
P. ¿Cómo fue su infancia?
R. Fue el momento más feliz de mi vida. Siempre digo que uno se pasa la vida intentando reconstruir aquel día en el que todo fue perfecto. Para mí, ese día perfecto es mi infancia en el pueblo.
P. ¿Qué lo hacía perfecto?
R. El tiempo era infinito. Era un pueblo mediterráneo. No había televisión ni electricidad. Vivía con mis abuelos. Éramos pobres y no lo sabíamos. Descubrí la lectura en ese momento. Fue una época antes de la culpa, la política, la religión y la sexualidad. Ese es mi paraíso. En las películas americanas, los niños tienen una cabaña en los árboles. Para mí, esa cabaña fueron los libros. Nadie sabía leer a mi alrededor, así que ahí podía estar yo solo. La idea de que la escritura como protección sigue vigente. Cuando me atacan, escribo. Es mi único refugio.
P. En la adolescencia vivió un periodo de fervor religioso. ¿Por qué dejó de creer?
R. La adolescencia es cuando estamos más cerca de lo absoluto, es cuando necesitamos un dios. Por eso los grandes manipuladores eligen a kamikazes de esa edad, porque son más sensibles a ello. ¿Qué puso fin a ese periodo? Cada 10 años cambio de respuesta, pero todas son sinceras. Creo que fue la lectura, la insuficiencia de la religión para explicarlo todo, el deseo de libertad y dignidad. Rechacé la idea de sentirme culpable por todo.
P. Su admirado Camus escribió que el exilio era necesario para la verdad. Imagino que lo comparte.
R. No me gusta hablar de exilio, me pone triste. Hay cientos de personas que están prisioneras en Argelia por sus opiniones. Yo casi fui una de ellas. Nunca busqué salir de allí. Hubo gobiernos, en la época de la fatua, que me ofrecieron asilo, pero nunca quise dejar Argelia. Pero llega un momento en que se impone la amenaza física, la degradación de las libertades, la deriva hacia un autoritarismo ridículo y grotesco... Fíjese en Boualem Sansal, encarcelado y en huelga de hambre [el escritor argelino lleva cuatro meses en la cárcel por unas declaraciones a la prensa; la fiscalía reclama 10 años de cárcel para él]. Está enfermo, tiene 75 años. Es degradante, espantoso. Él me lo decía: “Tú lo entendiste”. Y sí, hace dos años comprendí que se había acabado. No podía quedarme, ni por mí ni por los míos, y dejar que todo empeorase.
“Si eres argelino y francés, llevas encima las contradicciones de esa relación. Te atacan, te elogian, te premian y te hacen pagar un precio. He aprendido a aceptarlo”
P. Desde las primeras páginas del libro, la protagonista hace una distinción entre la lengua exterior y la lengua interior. ¿Cuáles serían sus dos lenguas?
R. Un poema es la lengua interior; un diccionario, la lengua exterior. Para mí, la lengua íntima es el francés y la lengua exterior, el argelino. Que no el árabe, que es algo que en realidad no existe, aunque los occidentales lo crean.
P. Entonces, ¿su subjetividad se ha construido en francés?
R. Ahí toca usted un punto delicado… Muchos poscoloniales no soportan que hable del francés como la lengua del erotismo y la liberación. Me dicen: “Hubo una guerra”. Sí, la hubo. y lo entiendo, pero yo no la viví. No arrastro la culpa colonial con respecto a la lengua francesa. Mis primeras descripciones de mujeres desnudas las leí en francés. Entonces, si amo la lengua francesa, ¿significa que amo a los franceses? ¿Que amo a Francia? ¿Que amo la colonización? No. Y es difícil de entender, tanto de un lado como del otro. No es una elección política ni militante, sino amorosa. Cuando uno se enamora de una mujer alemana, aprende alemán. Punto.
P. Desde que ganó el Goncourt, las críticas se han multiplicado.
R. Es inevitable. Como francoargelino, me ven como un cuerpo político antes que como escritor. La visibilidad del premio amplifica las tensiones y las reacciones extremas. Si eres argelino y francés, llevas encima las contradicciones de esa relación y te conviertes en su símbolo. Te atacan, te elogian, te piden fotos, te distorsionan, te premian y te hacen pagar un precio. He aprendido a aceptarlo. Forma parte del juego.
P. Saâda Arbane, víctima de un ataque terrorista durante la guerra que mermó su capacidad de hablar, lo ha denunciado acusándole de robar su historia. ¿Qué responde?
R. Conozco estos métodos. Al instrumentalizar a esta mujer y su tragedia, logran justo lo que querían evitar: que se hable de la guerra civil. Me atacan, pero me alegro porque eso solo amplifica el debate: se rompe el silencio sobre lo sucedido y se recuerda que el islamismo mata. Mata por miles, por decenas de miles. Dicho lo cual, comprendo la angustia de esa mujer. Pero no es solo su historia, es la de toda una década. No es la única víctima, y ella lo sabe. Es revelador que la primera denuncia relacionada con esta guerra sea contra un escritor, no contra los asesinos. Que los culpables caminen libres y un escritor sea señalado. Pero lo asumo. Y seguiré escribiendo.
P. ¿Entiende que esa mujer se sienta expropiada de su historia?
R. No. Entiendo que leer mi novela le afecte, pero ni es la única víctima ni la única fuente de inspiración. E insisto: parece que aquí el crimen no sea matar, sino escribir. Hay dos opciones: hablar y asumir las consecuencias, o callar. Yo prefiero alzar la voz.
Huríes
Traducción de Lydia Vázquez
Cabaret Voltaire, 2025
512 páginas. 24,95 euros