Jonathan Littell regresa al horror de Europa
El escritor francés y el fotógrafo Antoine d’Agata recorren en ‘Un lugar inconveniente’ el barranco de Babi Yar en Kiev y las calles de Bucha para investigar las matanzas nazis de 1941 y las de Putin en 2022
Podría ser un cuadro expresionista: el fondo es un rojo saturado con tonalidades de granate oscuro y una textura rugosa y densa; en el centro de la composición se abre un agujero negro que podría tragarte si te quedaras delante de él durante demasiado tiempo; al agujero lo rodea una masa de materia grisácea, metálica, que da la sensación de ojo de animal mitológico. Podría ser un bello experimento pictórico, pero se trata de la fotografía tomada por Antoine d’Agata del torso de un cadáver putr...
Podría ser un cuadro expresionista: el fondo es un rojo saturado con tonalidades de granate oscuro y una textura rugosa y densa; en el centro de la composición se abre un agujero negro que podría tragarte si te quedaras delante de él durante demasiado tiempo; al agujero lo rodea una masa de materia grisácea, metálica, que da la sensación de ojo de animal mitológico. Podría ser un bello experimento pictórico, pero se trata de la fotografía tomada por Antoine d’Agata del torso de un cadáver putrefacto, con herida de bala, en la morgue de Bucha, Ucrania, en mayo de 2022.
La imagen corresponde a la página 104 del libro Un lugar inconveniente (Galaxia Gutenberg), cuya autoría comparte con Jonathan Littell. En la página anterior, un mosaico con imágenes de residuos de las tropas rusas, pequeños objetos olvidados tras su retirada de los alrededores de Kiev. En la página posterior, Littell está describiendo —lo hará durante páginas—, exhaustiva y minuciosamente, las matanzas del ejército ruso en Bucha.
Tanto Littell como d’Agata admiran a Francis Bacon. Esta es una de las afinidades que comparten, me dice Littell durante una entrevista en Barcelona, cuando les pregunto qué les une, más allá de una amistad y ahora este libro. En mis apuntes había anotado que los dos tratan, cada cual con su propio lenguaje —uno fotográfico, el otro literario— eso que Littell denominó en su Tríptico: Tres estudios sobre Francis Bacon como “violencia de lo real”. “No se puede ser más espantoso que la vida misma”, sentenció en una ocasión Bacon. Su pintura, como la literatura de Littell o la fotografía de d’Agata, hacen visible ese espanto; nos dicen: este horror no existe solamente en mi cabeza, es tu mundo y es tu humanidad lo que te estoy mostrando.
Esta lección la aprendí hace años, cuando leí por primera vez Las benévolas, novela colosal en la que Littell desarrolla, a través de un monólogo de mil páginas, el lenguaje del perpetrador nazi y, con ello, su propia producción de lo real. Entendí que la violencia más cruel y brutal es una manifestación radical de nuestra humanidad, no tiene nada que ver con el “mal” según el judeocristianismo o con la supuesta patología de los individuos que comenten crímenes atroces. Aquellos a quienes llamamos monstruos —y aquí se incluyen los cientos de miles que hicieron posible el exterminio de los judíos de Europa, ya fuera por acción directa, complicidad u omisión—, son personas como tú y como yo; así lo muestra Littell y concuerdo.
Después de Las benévolas, el autor continuó su indagación del crimen y el daño en otras obras de ficción, como Los relatos de fata morgana o Una vieja historia, novela inquietante y perturbadora, asfixiante, en la que el personaje se transforma en víctima, verdugo, violador, violada, testigo o espectador sin cuestionar lo que hace o lo que le hacen. En esta aceptación de las circunstancias, en la banalidad entendida como ausencia de juicio o discernimiento, también se entreveran las raíces de nuestras violencias.
Antoine d’Agata tiene un acercamiento a la “violencia de lo real” similar. Se enfrenta a las zonas opacas de nuestra existencia a través de una fotografía que no busca ilustrar, sino hacer emerger lo que no se ve. Es, según Littell, un “fotógrafo radical, es decir, que va a la raíz: los dos escarbamos a través de procesos diferentes, formas de trabajar distintas, pero buscamos lo mismo”. Me gusta que Littell mencione la palabra “escarbar” y pienso en un pasaje de Un lugar inconveniente sobre la memoria de Babi Yar, el barranco donde fueron masacradas más de 100.000 personas, entre ellos unos 60.000 judíos, 33.771 de ellos en los días 29 y 30 de septiembre de 1941 y que Littell contó con meticulosidad perturbadora en Las benévolas.
Ahora hay un parque por donde pasean las parejas, los sintecho, las mamás con sus bebés y los dos autores. El pasaje dice: “Es una memoria gris, espectral, oculta, pero que brota por todas partes... Hay que rascar, luego sacarse la tierra de debajo de las uñas, restregarla entre los dedos, olerla, saborearla, ver qué pequeños indicios pueden extraerse de ella”. La memoria —una memoria lejana, 80 años después de las matanzas de Babi Yar; y otra cercana, un mes después de las matanzas de Bucha de marzo de 2022— adquiere, sometida al lenguaje de Littell y a la cámara de Antoine, consistencia física.
“Recorrer, inventariar, fotografiar, describir” es parte del proceso de producción de memoria. Caminan la extensa zona de Babi Yar donde nadie intuiría que hubo un barranco, una gran fosa común, ahora nivelada y de una frondosidad inquietante. En la zona también hay un hospital psiquiátrico con numerosos edificios, algunos de ellos abandonados, una morgue, muchísimos monumentos, cada uno conmemorando a sus propias víctimas, algunos tan pasmosos como los que cantan alabanzas a los nacionalistas ucranianos que colaboraron con los nazis en la matanza de miles judíos, no solo en Babi Yar.
Juntos van a la estación de metro que lleva hasta el enclave. “Dicen los rumores”, escribe Littell, “que cuando excavaron esta estación, en los años noventa, después de la independencia, los obreros subían a la superficie volquetes cargados de huesos”. Aun así, “el escándalo fue silenciado y en marzo de 2000 se inauguró la estación. Circulen, circulen. Pero el expulsado siempre vuelve”. El expulsado. O el fantasma. Una página después de este comentario, dos páginas después de la descripción de cómo en ese mismo espacio los nazis masacraron a hombres, mujeres, niños y ancianos judíos, nos topamos con una imagen de cualidad misteriosa.
D’Agata fotografía con una cámara térmica la salida de un grupo de personas del metro: “Espectros naranjas con forma humana avanzando en fila sobre fondo azul”, describe Littell. Al preguntarle por esta fotografía, d’Agata responde que tuvo la “sensación de estar tocando otro nivel de tiempo, otro nivel de realidad”. Se podría decir que la imagen captura la unión de vivos y muertos, interpretarla como una metáfora del expulsado, del fantasma: la violencia irresuelta del pasado siempre vuelve y nuestra conciencia, nuestra indagación, nuestra exhumación de ese trauma le da cuerpo y forma, la hace visible ante nosotros.
“Empezamos recorriendo el territorio, de aquí para allá” —responde Littell cuando les pregunto sobre el proceso de elaboración del libro— “al principio Antoine fotografiaba árboles, los monumentos no le interesaban nada (se ríen), y yo intentaba estudiar el territorio a fondo para luego relacionarlo con lo que estaba leyendo, y así el proyecto se desarrollaba poco a poco. Pero la guerra lo interrumpió, cambió el sentido de lo que estábamos haciendo”. Detuvieron su trabajo, aunque por poco tiempo: “Gracias a un encargo de Le Monde pudimos ir a Bucha, pero era tarde, habíamos perdido toda la “acción”. Cuando llegamos allí me dije: bueno, hay ruinas, una ciudad, hay algo que ver, pero ya estaban arreglando las calles, los edificios... así que caímos en la misma lógica de investigación de Babi Yar, el mismo proceso: recorrer, inventariar... tantear, tanteamos mucho. No es que fueran los mismos territorios, no hay comparación, pero a través de este proceso simple las raíces de los dos empezaban a unirse, a entrelazarse”. Y sí, las raíces se entrelazan, surgen los brotes, las ramas que traman el sentido que conecta a los dos lugares.
D’Agata se refiere también a esa conexión: “Babi Yar y Bucha son lugares aislados, fuera del centro. En los dos sitios estábamos en una situación extraña, yo sin saber qué fotografiar y en algún momento llegué a desesperarme por no encontrar nada, me centré en intentar asir cualquier detalle que ayudara a generar sentido”. El fotógrafo escarba y busca para que la ausencia —de acción, de restos y rastros— se convierta en presencia. Sus imágenes generan tanto sentido como el texto y por eso Un lugar inconveniente es, entre muchas cosas, un diálogo profundo y brillante entre dos lenguajes que se enfrentan a lo intangible.
Los dos lenguajes nos obligan a ver, a saber y a imaginar eso que nos resulta inimaginable. Me refiero, por ejemplo, a las páginas —durísimas— donde Littell y d’Agata recorren, ayudados por un mapa elaborado por The New York Times, algunos de los lugares de Bucha donde fueron masacrados civiles a finales de marzo de 2022. Es mayo. Visitan algunas de las casas donde ocurrieron los hechos, Littell las describe y lo que allí aconteció, d’Agata las fotografía, Littell entrevista a algunos testigos mientras que d’Agata captura detalles de los espacios donde lo más llamativo —los cadáveres, las evidencias visibles— ya no están. Tanto la escritura como la fotografía adquieren un aire forense: son exhaustivas, saturadas de detalle, intensas.
Cuesta enfrentarse a este doble golpe de realidad. Creo que es necesario, pero aun así les pregunto por qué. D’Agata habla de su “necesidad de compartir la violencia, la sensación de sentirte enfermo, la mayoría del tiempo estaba mal del estómago, tienes que compartir aquello que no es aceptable”. Encuentro particularmente hermosa la apelación de Littell a la imaginación. Necesitamos intentar imaginar la intensidad del dolor, del miedo, de la desesperación de las víctimas.
En una de las casas que visitan hay un zulo donde los soldados rusos han retenido a una mujer, posiblemente violada y sin duda torturada y asesinada. Littell escribe: “Me obligué a quedarme allí un rato, dejando titilar en la sombra la película de los acontecimientos [...]. También traté de imaginarme los pensamientos de la joven durante aquellos interminables días en este pógreb helado, su terror, su dolor, su angustia”. Insisto en este pasaje durante nuestra conversación —una de mis obsesiones es cómo narrar experiencias límite— y responde: “Imaginar es parte de cómo proceso estos hechos. Yo sabía que algo absolutamente abyecto había pasado allí, pero no podía ver más que esa cueva sucia, con mierda que podía ser un vegetal o restos de un cuerpo, necesitaba conectar lo que veía con mis ideas cuando estaba allí y, como dice Antoine, hay una sensación de rabia porque sabes que hay cientos, miles de casos como este en Ucrania, torturas asesinatos y violaciones gratuitas, así que intentas comunicar esas sensaciones y lo haces con diferentes técnicas. Está también la enumeración, esas tres páginas con nombre, edad y muerte de un montón de personas que se vuelven individuales, no son ya 688 cuerpos, para así intentar dar sentido a algo que no lo tiene, que es muy difícil de entender, incluso cuando estás ahí. Incluso cuando estás delante de un cadáver necesitas un acto de imaginación para entender. De otra manera, no es nada más que un cadáver”.
Littell y d’Agata vieron muchos cadáveres mientras creaban este libro. Visitaron las morgues de Bucha y Kiev. La descripción forense de Littell cobra en estas páginas un significado literal cuando describe a un grupo de cadáveres de soldados rusos —”paquetes de carne informe y enmohecida”— que d’Agata fotografía. Pero la intervención que hace d’Agata rompe esta vez con el lenguaje de Littell: un mosaico en blanco y negro que ocupa dos páginas y que muestra los negativos de los rostros de 98 soldados. Ya no son “paquetes” sino individuos; a pesar de la deformación de los rasgos, del horror de algunas de las expresiones, vemos en cada uno de ellos a un ser humano. D’Agata admite que, antes de este momento, había acumulado odio contra los rusos, pero “estos cuerpos eran tan patéticos, tan absurdos, toda esa carne podrida, las caras destrozadas... mi odio se convirtió en algo más complejo y sutil, sentí cierta empatía. Lo que vimos no se podía enseñar, esta fue la única manera de comunicarlo e inventar una nueva perspectiva sobre esos muertos”. “Cuando algo es tan crudo”, añade Littell, “no penetra. La solución brillante de Antoine fue darle suficiente distancia”.
Queda mucho por decir de este magnífico libro, también de su intervención en el eterno debate sobre políticas de memoria y conmemoración. Pero no quiero acabar sin mencionar las dificultades de Jonathan Littell para publicar tanto esta obra como Las benévolas en Ucrania. Babi Yar esconde una verdad que, en plena guerra contra Rusia, no conviene exhumar y la visión implacable de Littell es tan inconveniente como el barranco que sepulta las memorias en conflicto de un país que exige hoy absoluta unidad.
Un lugar inconveniente, de Jonathan Littell y Antoine D’Agata. Traducción de Robert Juan-Cantavella. Galaxia Gutenberg, 2024. 344 páginas, 23,50 euros.
Libros sobre la realidad más incómoda
Después de trabajar para una organización humanitaria, Jonathan Littell (Nueva York, 1967) decidió dedicarse a la escritura. Entonces no sabía que su primera novela lo catapultaría al reconocimiento mundial, que los cinco años invertidos en Las benévolas resultarían en el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa y en el Goncourt de 2006. Han pasado casi 20 años. Ha continuado indagando sobre el daño y la violencia, sobre los territorios del ser que nos resultan más opacos y escabrosos. Con la excepción de Lo seco y lo húmedo, un ensayo breve sobre el lenguaje fascista, Galaxia Gutenberg publica su obra en España, traducida por Robert Juan-Cantavella (salvo Las benévolas, que tradujo María Teresa Urrutia). Tríptico: Tres estudios sobre Francis Bacon (2019) puede leerse como un análisis de la obra del pintor y una reflexión sobre los propios modos de representación de Littell. Con la novela Una vieja historia (2018) su exploración de la violencia llega a niveles perturbadores y en Los relatos de Fata Morgana (2021) experimenta con la narrativa breve a través de una escritura sensorial que muestra la textura de la vida de forma radical. Pero Littell no se queda quieto. Ha compaginado estos proyectos con reportajes de las guerras de Chechenia y Siria. También ha realizado el documental Wrong Elements, sobre los niños soldado de Uganda, presentado fuera de competición en el Festival de Cannes 2016.