Última tarde en Mercadona
Preocupada por la épica del relato, traté de idear una tarde memorable para el día de antes de la cesárea programada
Desde que lo leí, en esa edición de la desaparecida Global Rhythm, me acompaña el inicio de El año del pensamiento mágico: “La vida cambia rápido, la vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conoces se acaba”. Esas palabras conforman una extraña nota al pie y actúan a modo de advertencia: los inesperados giros de guion existen, para bien ...
Desde que lo leí, en esa edición de la desaparecida Global Rhythm, me acompaña el inicio de El año del pensamiento mágico: “La vida cambia rápido, la vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conoces se acaba”. Esas palabras conforman una extraña nota al pie y actúan a modo de advertencia: los inesperados giros de guion existen, para bien y para mal. Sin embargo, apunto ahora, la vida cambia también una fecha concreta, inamovible, y una cesárea programada, con su particular cuenta regresiva —el último fin de semana, el último lunes, el último desayuno, la última tarde—, es lo más cerca que se está de conocer el preciso momento en que el mundo, tu mundo, se desliza definitivamente hacia otro lugar.
Pero nadie me previno contra el último día. Sin trabajo ya, terminados los recados, las llamadas, la interminable lista de la canastilla al fin completada, abría su armario una y otra vez deteniéndome en todas esas prendas nuevas. En ese armario infantil —estrecho, sin pomos aún, con sus interiores blancos impolutos— había colgado sus primeras cosas y todas ellas —los pijamas, las polainas, los gorros de la talla 0.0— seguían ahí, esperando a alguien a quien no conocían. Y ninguno de nosotros —ni los pijamas, las polainas, los gorros de la talla 0.0, tampoco la que iba a ser su madre— podíamos imaginar cómo ella llegaría para llenarlos con sus formas y movimientos. Porque los objetos van antes y después. Evocan mundos que ya no existen —a través de los recuerdos, de la memoria— pero asimismo remiten a todo aquello que todavía no es, al futuro.
Preocupada por la épica del relato, traté de idear una última tarde memorable sin saber, claro, qué demonios hacer con ese remanente de horas. De esa incertidumbre me sacó una providencial llamada: al otro lado de la línea, mi interlocutora me informó de que la paletilla de jamón que había dejado para cortar y envasar ya estaba lista. Emocionada —al fin tenía un plan—, me dirigí hacia el Mercat del Ninot. Pasé casi dos horas entre sus puestos, alargando el momento de bajar al supermercado para recoger el pedido: “Cebo ibérico cortado a máquina”, decía en los sobres transparentes. Así que, si algún día a mi hija se le ocurre preguntarme, tendré que contarle que aquella última tarde antes de que naciera fui a Mercadona a buscar jamón.
Al día siguiente, ella llegó puntual, a las 12.08, y más tarde, en su cuna transparente, bajo aquella etiqueta en la que vi su nombre escrito por primera vez, fue desplazándose hasta que su cabeza alcanzó la esquina superior, deseando, creo, un amarre, un punto de apoyo con el que certificar los límites entre su cuerpo y el mundo. Y fue aquella misma postura la que más tarde, a lo largo de los primeros días, semanas, meses, mantuvo dentro de aquel capazo con el que la llevé a descubrir esta ciudad, la mía, que ahora también es la suya.
En Matrescence, un poderoso ensayo de la periodista Lucy Jones, leí que ante la llegada de un bebé, los tikopias, en ese remoto archipiélago del Pacífico que son las islas Salomón, no se anuncia que “ha nacido un niño” sino que “una mujer ha dado a luz”. Porque el embarazo posee un impacto dramático y duradero en el cerebro humano, equiparable al de la adolescencia o al de la menopausia, pero la matrescencia, el proceso de convertirse en madre, ha sido un tema largamente ignorado en la comunidad médica. El foco, más que en la transición identitaria de la madre, ha recaído casi exclusivamente en el recién nacido.
El cerebro muta con rapidez, y lo hace a la celeridad con que se agrietan los cimientos de la antigua ciudad. A lo largo de estos meses, conduciendo un cochecito con una niña que mantiene su cabeza en un amarre, los recorridos de Barcelona se han transformado también. Ahora, en este verano inclemente, me muevo buscando las sombras, alejada de los peligros de los andamios, anhelando el verde, en pos de las cada vez menos frecuentes calles libres de gentío y de tantos turistas, queriéndola proteger, me digo, mientras también yo me agarro con fuerza al manillar del cochecito. En La llamada, de Leila Guerriero, libro que me ha acompañado en estos tiempos, recuerdo que un personaje afirma: “La gente que tiene hijos cree erróneamente que protege a los hijos. Y lo primero que tiene que hacer alguien que tiene hijos es ser honesto: los hijos te protegen a vos. (…) Te protegen del riesgo de no estar amarrado. Están amarrados a la vida, amarrados al amarre. Cuando tengo un hijo hago falta”.
El jamón salió malo. Demasiado salado. Lo tiré hace unos días. Durante estos seis meses, los sobres me han mirado resignados desde la balda, al lado de los yogures. Constituían una especie de sonda Voyager, el mapa de mi antigua ciudad. Tirarlos —no sirven ni para hacer croquetas, sentenció mi madre— supuso desprenderme de un último vestigio antes de abrazar definitivamente el misterio de estas nuevas calles, de esta nueva piel en la que vivo.
Laura Ferrero es escritora y guionista. Su última novela es ‘Los astronautas’ (Alfaguara), y su última película, ‘Un amor’, de Isabel Coixet.
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