‘Mala Estrella’ o gritar a los cuatro vientos: ¡Que tengo 13, coño!
La novela de Julia Viejo ahonda en el sentimiento de una adolescente a quien las cargas familiares y la ausencia de una figura materna la convertirán, antes de tiempo, en la joven descarriada que siempre quiso ser
Vivir con 13 años es vivir en tierra de nadie. Durante las comidas familiares, la mesa de adultos es inapropiada y la de niños un insulto a la madurez incipiente. A los de 13 años, los adultos hacen preguntas incómodas sobre el futuro con la que te invitan durante unos instantes a formar parte de su mundo para luego sacarte abruptamente con una respuesta irónica e infantil. En el mundo de “qué mayor estás” y los agentes sociales que “velan por el interés del menor” vive Vera, una chica que aprendió a mentir antes que a hablar. La exclusión del “club de los adultos”, la ausencia de su madre―int...
Vivir con 13 años es vivir en tierra de nadie. Durante las comidas familiares, la mesa de adultos es inapropiada y la de niños un insulto a la madurez incipiente. A los de 13 años, los adultos hacen preguntas incómodas sobre el futuro con la que te invitan durante unos instantes a formar parte de su mundo para luego sacarte abruptamente con una respuesta irónica e infantil. En el mundo de “qué mayor estás” y los agentes sociales que “velan por el interés del menor” vive Vera, una chica que aprendió a mentir antes que a hablar. La exclusión del “club de los adultos”, la ausencia de su madre―interna en un centro para enfermos mentales― y las constantes idas y venidas de su padre―investigado por corrupción―obligan a esta adolescente a madurar rápidamente, con el apoyo de León, un hombre vestido de monja que aparece cuando quiere y donde quiere. Julia Viejo (Madrid, 32 años) debuta como novelista con Mala Estrella (Blackie Books) con la que invita al lector a ponerse en la confusa piel de Vera, “víctima de la inestabilidad de su hogar”, y rodeada de silencios que le hacen gritar “coño”. “Coño, coño, coño”, qué buen sabor de boca.
El verano abre y cierra esta historia igual que la de Vera, abocada a morir durante el estío, de acuerdo con la tradición familiar, y a celebrar su cumpleaños en esta estación. No es pura coincidencia sino el dictado de la mala estrella: como todos los miembros de su familia, su abuelo murió en verano, el mismo día que su madre se puso de parto con la asistencia de un oftalmólogo y un veterinario jubilados. La maldición familiar se un tabú para su padre, temeroso de ser él quien protagonice el próximo episodio de la saga. El chasquido que hace con la lengua, signo inequívoco de su incomodidad, es el rumor de fondo de las tardes que padre e hija pasan en el jardín, durante las que el silencio se convierte en sonido principal.
Desde su llegada al pueblo, un lugar donde la papelería hace las veces de ferretería y panadería, el apellido de su abuelo, antiguo alcalde idolatrado, se ha convertido en una carga insoportable. La sombra del legado familiar se extiende desde el colegio, donde los compañeros rehúyen a Vera, hasta el propio salón de sus casa, al que cada noche acuden un variopinto grupo de abogados para preparar con su padre “el maldito juicio” del que no paran de hablar. La relación con su progenitor se limita a las rutinarias visitas, empuñando aguarrás y superglue, para reparar los estropicios que los vecinos hacen a la estatua de su abuelo, al grito de “cacique” o “corrupto”.
Cuando la soledad de casa se vuelve insoportable, Vera se asoma a la ventana de su habitación e imagina cómo estará su madre en “El Colegio”, ese lugar donde no tomar pastillas convierte a uno en sospechoso y en el que las sandalias con calcetines son el uniforme oficial. La marcha de mamá no le pilló del todo desprevenida, verla tendida sobre la alfombra y llamándoles a gritos indicaba que algo no marchaba del todo bien. Quizás si Vera hubiera sido mejor hija, mamá no habría tenido que encerrarse en su habitación, bajar la persiana y emitir ruidos. Quizás ahora no estaría encerrada en el segundo piso del Colegio en una habitación a oscuras. Si mamá estuviera en casa todo sería diferente, no tendría que esconder en la papelera sus dibujos e incluso le presentaría a León.
Durante el verano, Vera aprende a controlar su ira practicando pequeñas inmersiones en el río helado y gracias a la compañía de Miguel y su hermana Ana, las únicas personas a las que parece no importarles que su abuelo “haya llevado al pueblo a la ruina”. Sin su ayuda, Vera no habría sobrevivido a las locas aventuras a las que le incita León, un hombre vestido de monja que aparece donde y cuando quiere, capaz de leerle el pensamiento con una avidez espantosa. León difumina los límites entre la realidad y la imaginación y se convierte en el mejor compañero de una chica que atraviesa la etapa en la que lo que ocurre en tu cabeza es mucho más interesante que lo que pasa a tu alrededor.
Julia Viejo se sirve del realismo sucio ―con frases como “Al salir del mar, la lengua de Miguel sabía a palitos de cangrejo”―para narrar el “periodo híbrido” de Vera: la adolescente que se pone vestidos apretados para marcar el pecho y que aprovecha la ausencia de su padre para beber vino y convertirse “en la joven descarriada que siempre había querido ser”. Mala Estrella describe con precisión los sentimientos de una mujer encerrada en el cuerpo de una niña a quien la falta de cariño y cuidados la obligan a exigir el respeto y la libertad del mundo de los mayores. Al llegar a la estación de tren Vera dejará atrás el peso de la familia, la sobriedad del pueblo y a León porque como toda historia, periodo o edad, el verano aunque se haga largo siempre tiene un final.
Mala Estrella
Blackie Books, 2024
240 páginas, 21 euros
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